Suspiro tras suspiro,
olvido que por un segundo, un momento, instante, soplo, vida, imagen, estoy a
centímetros de tu pelo y olor que marcan como perro en la hierba mi sonrisa
sobre tu vida.
A veces se me olvida como
bailan de fácil los dedos y recuerdo como aquella voz dijo una vez, que el que
ríe dos veces, ríe mejor.
Y a veces olvido señores
míos, que tu piel me ilumina y vacía, que tú soplo vale más que todo eso y que
no hace falta tanto, que con poco basta. Pero ya es muy tarde, ya no ríe el
viento sobre las olas, ya calló el perro de la quinta Araujo, ya se quedó sola
la del bar.
Ya sólo quedamos los de
antes, ya sólo reímos de lo de antes, ya las sonrisas no sonrojan, ya las
bañeras saben a vino y tu bella boca no acompaña el canto silencioso del alcaraván.
Por eso te digo que entre la incoherencia de mis palabras hay algo de verdad,
más de la que nunca hubo.
Escucha, el silencio
borroso de nuestras miradas, aúlla cabrón por lo que me hiciste porque será el
único canto que oigas y acabe con la estirpe de mi sangre. Arropa cabrón que
tengo mucho que decir. Amarra el viento que me vuelo, besa el suelo que no
vuelvo.
Y ahora te cuento una
historia mejor que la tuya, mejor que la de nadie, mejor que la misma historia
del mismo Dios que la puso entre la punta de mi lengua y polla.
Esto era un centro
comercial, un centro comercial enorme y tosco, una especie de monstruo enorme
que ocultaba a la gente en su interior. Tan idiota me dirán, tan idiota les
diré.
Pero de entre toda esa
gente que pasaba su vida entre sus puertas, hubo, aunque no se lo crean, dos
que sin conocerse se enamoraron. Y no era en blanco y negro, ni siquiera era
azul y marrón, era simplemente una conexión, una especie de necesidad sin ser
amor. Y la historia me dirán, y la historia les diré, sigue siendo mejor.
¿Mejor a qué? A la historia ajena.
Se conocieron y se
amaron. Tan fuerte que ni las puertas obsoletas pudieron retenerlos, tan fuerte
que ni los años pudieron detenerlos, tan fuerte, carajo, que mis ojos lloran de
pensarlo.