La mano está más sola en
el grabado que en el dibujo o la pintura. más sola y más inmediata en ese
terreno que trabaja como un arador para quien el ojo cuenta menos que el contacto
entre dos materias adversarias y cómplices a la vez.
Los dedos que empuñan la
gubia ven por su cuenta, y lo que el ojo cree guiar y articular sólo vale
muchas veces como mera gramática.
Hablo, por supuesto, del
grabado en libertad, ese que el metal, la madera y la piedra parecen insinuar y
desear en los accidentes de su materia pura.
La anécdota, la
reproducción, no son más que aplicaciones específicas de algo que el dibujo y
la pintura solicitan y llevan a su extremo; por su parte el grabado tiende a
cerrarse a esos fastos: le basta una intimidad táctil para proyectar su propio
universo, pequeño como la gota de mercurio en la que sin embargo tiembla la
serpiente cósmica.
Dado que no sé grabar,
todo esto puede ser falso, pero algo me dice que la escritura-otro arado contra
la blanca tierra de la página- acerca un poco a ese territorio donde lo visual
dista de ser omnipotente. También la pluma traza y el escritor sabe del goce de
ese resbalar en el que todo es posible por dúctil, por topo, por trufa, por
vena de agua.
Cuántas veces habré
empezado o terminado una frase con los ojos cerrados. Algún grabador, acaso,
miró un fragmento de su obra después de haberlo burilado. Para corregir,
claro, todos tenemos tiempo y ojos.
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