Una noche clavada en tus
ojos que amanecen en los míos, que hacen cantar a destiempo los gallos perdidos
en la ciudad. Una noche con alguna sartén en el cielo, una osa y un polo enorme
que sabe a kiwi. Como en los viejos tiempos te dejas llevar por un momento con
resortes en la conciencia, un trozo de cactus en la nalga derecha, la que
aprietas.
Las manos de Hera entre
las mías enormes que acarician como un ciego, memorizando cada centímetro de
piel, cada arruga de tu sonrisa contenta, de la paz que gobierna con olor a mar
y el terrible miedo al tiempo, al amanecer amenazante, que nos avisa, que no
nos juzga pero nos mira desde arriba, desde una ventana temible entre columnas
y helechos colgados y olor a hierba y albahaca.
Los recuerdos de la arena
en el zapato, de la necesidad de abrazarte otra vez y ya no soltarte.
Que la brisa de la mañana
toque otra vez esa canción cuando los pájaros todavía duermen, preparándose
para la tormenta de calor y sudor.
Se hizo de tormenta mi
amor y no tienes que repetírmelo, no debes repetírmelo, solo mirarme con ojos
enormes, con dolor e inconsciencia.
Ahora sólo quedo yo que
ya no miro al infinito, ahora soy solo yo el sudor, solo yo el malo que queda
escurriendo las reses pérdidas en las horas que ya no paso contigo.
Siempre será un recuerdo,
siempre será otro momento que ya, como esas golondrinas, no volverá.