El pitido, ese ruido que llevaba en su cabeza meses sonando,
empezó a desaparecer, a hacerse cada vez más amigable, retórico, parecía que
volvía a su origen en el inconsciente. Según el volumen bajaba más miedo le
entraba. Miedo de que volviese o miedo al mismo miedo. Se paró abajo de la
cuesta, miró hacia arriba del todo, fijó un punto, se sacó del pantalón la caja
de cigarros, se metió uno en la boca y empezó a subir. Sus pies empezaron a
sobrevolar las baldosas levantadas mientras el humo se metamorfoseaba con el
paisaje infinito. Su respiración sonaba hueca, vacía, rozaba su garganta
flemosa exigiéndole cada vez más y más aire. Necesitaba respirar. Malditas
necesidades pensó. Y los coches pasaban a su lado inundándole de indiferencia
los pulmones. Las imágenes sucedían su barba semanal y la brisa removía su
cabello erizado por los recuerdos de Perséfone, a quien conoció un día de
marcha. Las baldosas estaban sueltas y los coches dejaron de pasar, la soledad
sobresalía y el miedo alimentaba el pitido. La cuesta cada vez era más
empinada, los huecos eran ya irreparables, las baldosas se habían ido por los
aires como si nunca hubiesen existido, en su lugar, un mar de granito yacía
delante suyo cual montaña. Lo que antes eran pasos, ahora eran saltos al vacío.
Se agarraba con inmenso esfuerzo a los salientes de las rocas cortantes. El pitido ahora
eran balas intermitentes que lo rozaban, balas que astillaban las piedras y
herían su piel desnuda. La ceniza del cigarro le caía en las manos morenas y
fuertes mientras el cigarro quemaba sus hombros hinchados del cansancio. Las
heridas teñían su piel de rojo cual
apache o yanomami preparándose para la batalla final contra los invasores, esos
fantasmas, esos dioses, que siempre están pero intentas ignorar. No parecía que esa montaña acabase en ningún
lugar, parecía la historia lejana de los 100 años, sin ser más que un mal sueño. Unas
cuantas gotas empezaron a mojar el ambiente, a rodar por su espalda musculosa y
a volar por la punta de su polla hasta tocar su morada final en el arenoso
desierto. Cuando el granito empezaba a corroerse bajo sus manos y sus fuerzas
parecían haberse esfumado, un saliente apareció para socorrerlo de la lluvia y
la fatiga. Allí la vio, la llamaban la Barbie de tacones. Con la cabeza entre
las piernas, minifalda roja y tacones de aguja yacía muerta, disecada por la
intemperie, la chica que enigmáticamente murió en lo alto de esta montaña, tan
inaccesible que ni el mismo Hades se desplazó a por el cuerpo ni el alma de
esta pobre criatura que vivía en este particular limbo. Se sentó a su lado y
vio pasar como estrellas fugaces las balas que desfilaban ante él. El pitido desapareció.
También la necesidad de respirar y de fumar. La ansiedad y el miedo ahora eran
paz infinita, la ruta seguía hacia arriba, pero ya mejor compañía no hallaría.