sábado, 16 de junio de 2012

Weary


Soy tu deuda se escuchó a lo lejos. Polvo revoloteando por un paisaje amargo, plantas secas, pero bien vivas, voces roncas cantando en un desierto de almas. El sol bien arriba acompañaba las tristes notas de la armónica, componiendo, a su vez, una hilera de quejidos y berrinches de niños insolados y sudorosos. El tiempo pasaba sin un límite concreto, sin un fin preciso, pero aquí todos sabían que pasaba y eso bastaba. El polvo seguiría acompañando la tediosa música y al sol en sus labores como pegamento, como la cola que une el triste mundo de este pobre desierto.
Soy tu deuda. Y qué bonito sonó, como resonó en la retina del que escuchaba y del que lo profería. La boca seca de pronto parecía respirar y recordar que aliviar sus llagas era posible con deslizar suavemente la lengua primero arriba, después abajo, para terminar escondiendo ambos labios entre los dientes. El corazón cansado del hombre parecía rechinar de alegría, parecía olvidar que algún día sus frases debían acompañar cierta acción, debían mantener una promesa forjada por la hermosura de la forma, por el calor de sus miradas y por el sacrificio ya cometido. No importaba, habría tiempo para pensar, este era tiempo de vivir y creérselo, para olvidar siempre recordando.
Caminaron juntos por un tiempo y se separaron con miradas esquivas y con la seguridad de volver a verse, la seguridad de cobrar una deuda. Uno por la izquierda, el otro siguió recto y así siguieron dos caminos, dos andanzas y parajes diferentes.

Ya casi de noche, cuando el desierto se tiñe de reflejos oxidados y los animales salen de sus guaridas para buscarse mutuamente, llegó al pueblo ya dormido. Sacó un cigarro de su pantalón, entre dos dedos se lo prendió y con los ojos cerrados siguió el camino que tantas veces había hecho. Ebrio de emoción, recorrió una a una las casas que lo vieron crecer, que lo vieron tantas veces regresar y partir, a veces borracho de vino, a veces borracho del camino, pero siempre siguiendo uno. Esta vez no era diferente, o si, pero el todavía no sabía porque, bueno, ni yo tampoco, pero la historia nos ira desvelando algunos secretos que buscan a ser descubiertos entre esas casas, entre ese cigarro y el siguiente, entre mi cigarro y el siguiente.
Agachando la cabeza se empezó a fijar en sus pasos, pasos tranquilos y rectos que parecían querer decirle algo y que apuntaban siempre hacia adelante con gran precisión. Las botas se arrastraban entre la arena dejando un rastro inequívoco de cansancio, de dulce y desgraciada llegada al pueblo fantasma que es y fue su hogar. Se sentó en el porche, ya las estrellas brillaban perezosas en el cielo, ya nadie quedaba para recibirlo y por eso le dedicó a esos últimos momentos un último cigarro. Mordió el filtro delicadamente y prendió un ruidoso fósforo que cumplió y se esfumó al tiempo que el primer tiro del cigarro le traspaso a otro lugar. Las voces seguían graves y sentenciadas, las bocas seguían secas, los amigos seguían escasos y los caballos muertos. Ya estaba ahí la luna, pidiendo permiso para unirse a la orgía que se preparaba. Las mismas casas aparecían en la imagen pero en tiempos diferentes, eran tiempos de muerte. Las luciérnagas brillaban y birlaban a las farolas extintas el protagonismo de alumbrar la imagen. Los hombres escondidos decidían los pasos a seguir y lo hacían rápido. Penetraron fuerte y precisamente, atacando los puntos clave, matando a unos, a unas y otros ciertos. Pocos resolvieron a herirlos, la brutalidad del ataque había eliminado toda capacidad de reacción. Eran seis o siete, armados con simple odio y rencor, y unas cuantas pistolas y escopetas.

Una vieja guitarra sonaba, nos recordaba que el pueblo no dormía, que el pueblo estaba muerto. Con animada pasión nos contaba la historia de los bandidos que acabaron con la vida. La voz recordaba aquella promesa, nos recordaba la belleza de esa garganta que un día había intentado olvidar su vida endeudándose con un extranjero. El polvo del desierto corría ya en forma de lágrima y traspasaba las agrietadas arrugas de su cara. El sendero fue una y otra vez utilizado por las lágrimas que todavía no se habían despegado de la barbilla. El ego se sintió entonces aludido por aquella matanza, su ser se estremeció y se sintió por primera vez atacado por aquellos asesinos de pueblos, su corazón se agarrotó y vio sus músculos contraerse en forma de rabia. Rabia cansada eso sí. Rabia controlada por horas de camino y por años de olvido tajante y discreto. Vio todo más claro y decidió apagar el cigarro para dejarme a mí fumar el mío y quizás desvelar, entre el humo y la ceniza, algún secreto más.
De momento sabemos que la guitarra cesó y el solitario hombre entro en su tiroteada y abandonada casa a reposar sus músculos deseosos de venganza. La venganza, ahí está el secreto de esas voces temidas. El sentimiento renacido y noble que intentó apagar con luchas y alcohol, con cigarros y guitarras y armónicas y noches en vela. La luz de la luna entraba por la ventana entreabierta de su cuarto y permitía a miradas, las nuestras, conocer un poco al hombre que gritó aquella frase. Cubierto por una ligera sabana, yacía en la cama desecha y olvidada, apestosa y combinada con el resto de muebles antiguos y vacios, rotos y lejanos. Avanzaban entre la penumbra algunas alimañas que, sin ruido, masticaban lo que por ahí quedaba. Robert H. Wiltrow, que así se llamaba, siguió durmiendo, siguió cansándose para despertar agotado la mañana siguiente.

El día se fue despertando poco a poco, sin prisas, como quien sabe lo inevitable pero que aún así se esfuerza por alcanzarlo. Los rayos de sol teñían ya las casas, oscureciendo la madera y pintando de naranja las casas blancas, ocultando el abandono del pueblo, Weary o The Weary, nadie nunca lo supo. El viento empezaba a calentar y a levantar el sudoroso polvo que se seguiría acumulando en las fachadas de la vieja calle y que llegaría hasta Robert para susurrarle algunas palabras en sueños, palabras que lo animarían a emprender el día. Solo, se despertó y se dirigió hasta la cocina donde un austero desayuno lo esperaba. Un poco de pan reseco, un poco de agua para aguarlo y unas cuantas alubias hervidas era todo lo que en su casa quedaba. Tras ingerir, desganado, el desayuno, zarpó desierto adentro sin la voluntad de volver al pueblo sin antes encontrar a sus asesinos, sin antes luchar, morir por intentarlo, por vengar su niñez, su presente y el que hubiese sido su futuro.
El calor ya era un problema cuando dio los primeros, o los últimos, pasos fuera de su casa, cuando sus botas, descansadas, soltaron el amarre y empezaron a navegar por el desierto madrugador y a escapar de las olas de calor. Robert llevaba un traje sucio, muy sucio, los pantalones recuperados una y otra vez de sus numerosas rozaduras y caídas. Rondaría los 30 años pero bien podían ser más. La venganza lo fue motivando a seguir su viaje bajo el intenso calor, lo arrastró metro a metro entre los cactus y buitres que poblaban la temida extensión. Caminaba y caminaba y el horizonte parecía inmune a su esfuerzo. Fue cruzando el mismo paisaje paso a paso, suspiro a suspiro, impaciente, ansioso, malhumorado, cegado por la venganza.
Cuando el sudor se retiró ya exhausto y dejó paso a manchas blancas y secas en su piel, pudo divisar a lo lejos unas anomalías en el terreno y reconocer un pueblo, desconocido hasta entonces. Cosa que no dejó de asombrarle porque desde temprana edad siempre cultivó con mucha dedicación todos los rincones del desierto. Siguió firme hasta su destino, con su desinterés habitual, con su desidia, si se me permite la palabra. La horrible sequedad de su boca no le impidió sacarse un cigarro del atado y prendérselo, dejando paso al fuego de su garganta y un sabor a mañana de cigarros en la lengua.
Los montículos de cemento y madera fueron tomando forma entre el humo del cigarro y definiéndose tras el humo del mío. Una torre separaba dos grandes estructuras que a su vez eran rodeadas por pequeñas casas y grandes parcelas. La torre parecía de alguna iglesia improvisada tras largas conquistas, una de tantas (iglesias y conquistas). Mientras se acercaba al pueblo recordó la última vez que entró a uno de esos templos. Su fe no había sido interrogada aún por el castigador. Y camino un poco, y otro más.

“Bienvenidos” ponía en  un cartel en la entrada, estaba posiblemente en inglés, o puede que fuese francés o quién sabe, o a quién le importa. El caso es que le dieron paso, invitaron al gran Bob a entrar a este pequeño oasis de poca gente, a este oasis arenoso de campanarios y pequeñas bodegas y caballos estacionados frente a salones violentos o no, no lo sé. Bajó su sombrero, y encima de su cigarro brillaban dos ojos marrones, oscuros, muy oscuros, casi negros. Entrecerrados por el calor y la larga marcha, seguros de sí mismos, aparecían en la escena por primera vez, recios de dolor, pidiendo despertar, revivir esos tiempos de amigos e historias. Ya no había nada tras ellos, sus nervios estaban desviados a otras terminales, los sentimientos muertos no los dejaban expresarse ni sentirse. Y así fueron adentrándose y evaluando los diferentes rincones y a todo aquél que por ahí deambulaba. Entro a una tienda, compró algo de comer y preguntó por donde quedaba la cuidad de los bandidos. El viejo señor mostachoso le respondió que con el tren de las dos de la tarde no tardaría más que un par de horas en llegar, era la última parada de esa ruta. Ahí empezó la típica historia de espera, paseó por el pequeño pueblo y examinó hasta el último rincón de las casas que allí había. Nada extraordinario, un pueblo de la época, con gente de la época que se esforzaba por huir del calor de la época. Parecía que todos en el pueblo lo observaban escondidos tras las persianas ruinosas y polvorientas de las casas y del bar. Desconfiaban del nuevo y presentían, quizás, la venganza de su propósito, de sus ojos, pero desconocían a quien le era dirigida. Así pasaron las horas de calles vacías y visiones fantásticas, hasta que se oyó, a lo lejos, el tren que se acercaba. Lentamente y ocultando la alegría del final de su estancia, Robert se fue acercando a la estación. Esta estaba compuesta por una casita en donde se podía comprar el billete y por unos asientos alejados de unos diez metros de la única vía que daba cobijo al tren.

Humeante y ruidoso se acercó el enorme y majestuoso tren que parecía querer despertar al pueblo con sus melódicas advertencias. Se posó milimétricamente al final de la vía y los cuatro empleados uniformados se bajaron y se dirigieron a la casita mientras otros dos salían de esta y se disponían a preparar el siguiente viaje. Tras unos quince minutos de espera el relevo volvió a efectuarse y ya los pasajeros podían esmerarse en entrar a los vagones desiertos. En ese momento empezó a llegar gente a la estación, más de la que había visto en todo el pueblo y posiblemente en los últimos meses juntos (o incluso más). Como bestias empezaron a entrar, empujándose desconsideradamente, personas mayores, jóvenes, negros, blancos, ricos y pobres, todos se empeñaban en entrar primero y elegir el mejor sitio, con sus conocidos, en la ventana, cerca de la puerta para salir primero… todo valía para dictar sus respectivas voluntades. Bob, que era anticuado y rudo, pero educado, pasó el último y no le quedaron sino las sobras, los peores asientos del tren, es decir todos mirando hacia atrás, los más sucios, y al lado o demasiado cerca de algún mendigo maloliente o vómitos resecos. Miraba uno a uno los pasajeros del maleducado tren. El primero que le llamó la atención fue un negro grande como dos cactus que parecía hablar mientras dormía y olvidaba la borrachera que arrastraba enérgicamente desde hacía tres días. De vez en cuando gritaba algún descalificativo a la prole que esquivaba sus miradas, insultaba fuertemente a las personas declarando su ira y desconcierto. Pocos dientes le quedaban y sus negras encías recordaban la miseria del señalado. Mientras tanto un grupo de ocho o nueve jóvenes, que entre risas y gritos parecían rivalizar con el borracho, esperaron a que el tren diese sus primeros pasos para atacar, violenta y desprevenidamente, a una pareja de extranjeros. Entre patadas e insultos lograron aplastarlos contra el suelo y herirlos ante el desconcierto de unos, el disimulo de otros y la parálisis por desinterés de Bob. “Esta no es mi guerra” pensó desviando la mirada a un grupo de señoras que entre miedo, precaución e hipocresía se miraban gesticulando cuidadosamente para no ser vistas por los delincuentes pero si por el resto del tren. Estaban bien vestidas, su estatus social parecía ser exhibido por sus maneras y por el sitio que ocupaban en el tren. Todas juntas, en el medio y con sus maletitas bien colocadas a su lado. Pero entonces algo desconcertó al tranquilo Bob, el tren parecía ir al revés, parecía haber partido en sentido contrario, por donde no había vías. Al tiempo que los pequeños malhechores eran reprendidos cuidadosamente por un grupo de señores y desalojaban el vagón, los pantalones ensangrentados por la brutal paliza, nuestro personaje sacó la cabeza por la ventana y vio que en realidad si había raíles. Hasta yo juraría que hace unos minutos solo el desierto colmaba su vista.
Receloso volvió a su vagón y a sus personajes. Parecían ladrones, desgraciados, vagabundos, escuálidos, egocéntricos y excéntricos. Ninguno parecía viajar con él, ninguno compartía su pasión, ninguno comprendía el delirio  de su propósito ni su romanticismo. Tan repentinamente como sintió la ofensa causada, sintió a su vez el amor perdido en aquella guerra desigual, empezó a ver su pueblo en su conciencia y en su corazón. El dolor, exhausto, empezó a propagarse por sus órganos y extremidades, empezó a chupar los años de olvido e indiferencia y a engordar como un enorme y fatal tumor. Sus ojos nublados le plantaron las manos en la cara e impidieron transmitir el dolor al aire y al sol que bronceaba su brazo derecho. Las dos únicas lágrimas que salieron, una en cada ojo, lograron humedecer las raspadas manos y tatuarles dos rayas oscuras entre el blancor de sus grietas. Disimulando miró rápido hacia la ventana, el paisaje seguía en su línea, pero los colores le fueron mostrando una inusual belleza, un toque de cariño y amor fueron resaltando la hermosura del horizonte y sus habitantes. Una sonrisa alegró su alma. Su cara había perdido arrugas y sudores, mostraba la belleza oculta. Su corazón pedía aire, rogaba por deshacerse del inútil cuerpo y emprender un magnífico vuelo hacia ese verde marchito, ese amarillo respondón y ese azul embriagador que sin una nube, cubrió la dulce vida de esos ojos.
Ya no quedaba nada ni nadie en el frívolo vagón, la gente había desaparecido, las riñas y la violencia ya no viajaban rumbo a ese destino incierto. Inocentemente pensó que había pasado demasiado tiempo con el exterior y había olvidado el sucio interior. El tren parecía frenarse de momentos y retomaba la ruta con agudos estrépitos de las vías rozando con el circular metal. Hasta que por fin se detuvo por completo y se oyó una voz que proclamaba el final del trayecto. Sacando un cigarro retomó su seria postura y bajó del tren sin saber ni dónde ni cómo había llegado a este pueblo. Su desconcierto se vio inflado al mirar el tren. Solo quedaba su vagón y ni siquiera parecía al de horas atrás. No hubo preguntas ni sospechas fundadas, mientras el sol, él, empezaba a cansarse y bajo tomando el camino más corto hacia la noche. Las luces brillaban un poco más lejos, entre remolinos de arena y estrellas bailarinas.

Se fue acercando poquito a poco, sin dejar de disfrutar el paisaje y su interminable belleza. Miraba embobado al cielo apocalíptico, la fusión entre el rosado que alumbraba las nubes del fondo, el azul clarito con toques blancos de un poco más arriba y observándolo todo, inmensamente arriba, el azul oscuro,  armado ya para la helada noche. Sus pasos no parecían los de antes, su vida parecía absorber un poquito de esos colores. Se quitó el sombrero y empezó a aprovechar el frescor de la noche naciente para lavarse del calor diurno. Nada parecía ya tan malo, la venganza parecía solo una excusa para poder viajar por aquellos parajes, visitar pueblos en los que después de la noche absurda, nazca un nuevo día. Parecía que ya nada de lo emprendido tenía sentido ante la belleza del momento y del pueblo que nacía tras los arbustos. La arena acolchada sopesaba sus pasos uno a uno. Estos, dejaban huellas enmarcadas por polvitos mareantes que flotaban creando una órbita en cada una. Llegó al pueblo y risas y palabras se fueron confundiendo con la bella luna que se había alzado bajo la dulce mirada de sus ojos inocentes. Entró por detrás, por la casa de los Richards. Seguían sus cerdos y sus gallinas en el corral, sus hijos jugaban como años atrás en la pequeña calle Canways. Las farolas alineadas bailaban al paso del caminante y alumbraban las miradas joviales que lo seguían gustosamente mientras saludaban. “¡Hey Bob! ¿Qué tal el día?” se podía escuchar, o también “Bob, hijo, dile a Isabelle que mañana la esperamos.”. Isabelle… su cuerpo se descompuso repentinamente y aulló a la inmensa esfera blanca pidiendo clemencia. Isabelle. Llevaba años sin escuchar su nombre, sin sentir su aureola alrededor del pecho, sin imaginar su ropa ni su pelo, ni tan siquiera esos pechos que fueron sus únicos pechos. Su pueblo había renacido y con el todos su habitantes y animales, sus recuerdos y sus paisajes. Bob aceleró, no escucho a nada ni a nadie mientras se dirigía, borrascoso, a su antigua casa. Ahí la esperaba ella, hermosa como siempre, con un vestido lila gastado y su pelo perfectamente despeinado. Su tronco imponente y delicado, sus claras imperfecciones resaltando la bondad de su adorable figura. Lo miraba, con una sonrisa entreabierta que dejaba paso a sus dientes y a su lengua suave al tacto de su lengua. Corrió y la abrazó con el resto de la fuerza que le quedaba. Empezó a llorar y a llorar sin dejar un segundo de mirarla y atragantarse con la saliva que explotaba de júbilo en su boca seca. Se sentó en el suelo, brusco y descompuesto bajo la mirada asustada de Isabelle que lo interrogaba angustiada. “¿Querido que te pasa? No llores, por favor, me estás asustando…” exclamó con lágrimas dulces y transparentes en los blancos pómulos. Su ternura viajaba a través del tiempo, el amor que les era propio los embarcó en un viaje a través del tiempo y del universo. El logró remar y remar hasta llegar hasta sus pies y besarlos y empaparlos del dolor de su cuerpo que brotaba como el humo de ese tren que lo trajo hasta acá.
Las dos rayas tatuadas en sus manos dejaron paso a una enorme mancha oscura que teñía de color su insulsa figura, las había humedecido y les había regalado una segunda y merecida juventud. Empezó a recordar los años de dejadez y tortura que lo habían convertido en lo que era, antes de volver a verla y recordarla, de regalarle las lágrimas y sufrimiento que merecía. Perdonándose se levantó titubeante, la miró a los ojos y le susurró tiernamente, con sufridas palabras directas de lo más profundo y remoto del alma humana, “Soy tu deuda. Soy tu deuda Isabelle.”.
 Entonces la abrazó de nuevo, tanto y tan fuerte que se esfumó engullida por su cuerpo y por su corazón hambriento. Todo lo que quedó fue polvo, un enorme y monstruoso polvo que lo rodeó cruel e implacable creándole un profundo dolor y dejándolo perdido en la nebulosa estepa.
Cuando logró escapar de la humareda, sintió el sol que lo azotaba en la cara ensangrentada. Le quemaba las feroces heridas y lo empujaba al suelo de donde no debía levantarse. El calor lo invadió de nuevo y las voces desalmadas lo cubrían de golpes y patadas brutales que lo acercaban un poquito más al final de la historia, al final de su historia, el final de Weary. Se calmó todo, y logró ver un rostro, un rostro familiar, podía ser ese hombre al que creía deberle algo, al que momentos atrás, prometió devolverle un favor. ¿Qué favor era ese? Ya no sabía si aquella conversación había sido real, si aquella fraternal alianza tuvo lugar, si aquella frase existió jamás. Aturdido no logró seguir pensando, ya su cabeza flotaba ajena a este mundo. El mismo rostro familiar se acercó a él y empuñando un revolver y apuntándolo directo a su ojo derecho le dijo, “Despídete Robert. ¿Tienes algo más que decir?”. Apurando el restante de su fuerza, lo miró a los ojos, sonriendo y con una voz sentida y sentenciada dijo: “Soy tu deuda.”
“Soy tu deuda”. Y los caminos no se separaron esta vez, ni sus andanzas siguieron paisajes ni parajes diferentes. Y por supuesto ya no existía la certeza de cobrarse una deuda. El polvo siguió su camino y el chispeante desierto siguió soportando la crueldad del sol, los niños siguieron llorando insolados y los animales guerreando por un día más. El tren seguiría despertando sueños oscuros, apaleando gente y ocultando verdades a gritos, los pueblos seguirían muriendo abandonados y los bandidos seguirían exterminando amores y desamores. Pero ya ni Weary ni Robert existían, quizás no existieron jamás, quizás este cuento no sea más que una invención mía, quizás solo fue el humo de mi cigarrillo, o del suyo. 

domingo, 10 de junio de 2012

Desafinando


 De nuevo resuena en esa cabecita, ese son, esa alegría descomunal que siente al bailar los dolores del fado, sus pies velan entre pata y pata de mujeres ligeras de ropa y fuertes de ánimo. Vuela la voz cantora de mil noches en vela y rodea las nubes creando las delicias de esa vida. Camina bailando sobre el barro, dibujando guitarras insolventes con los dedos de los pies. Grita bajo la lluvia sin paraguas y sin gatos, canta a voz en grito y repasa melancólico las alegrías que ha vivido, sus abrazos y dientes pelados.
Abogados ahogados en sus propios carteles, miles de hojas no leídas y sigue bailando en cantinas y bodegas, sigue tomando ese vino blanco que tanto emborracha, sigue paseando por ramblas y cruceros, por selvas y veleros, sigue usando eso que antes tenía y tanto quería. Y a ver si uno de estos días por fin suena el reflejo de tu sonrisa cayendo bajo el vendaval de gotas, y con risa nerviosa pueda por fin escapar de ese tétrico lugar al que cayó sin quererlo, el sitio donde nada tiene color y ciego chapotea la nada y las gotas refrescan las caras.
Que siente demasiado o no siente nada, no tiene ninguna importancia, siendo prácticos, no hay nadie menos que el, pudiendo lograr todo, no logrará nada. No me pregunten como lo sé, pero lo sé. Los años de curtidas guerrillas eran suyos, los años de emperadores a caballos le venían como traje a medida, los de intelectuales que barrían sus lágrimas cada noche a las 6 de la mañana para dormir hasta las 6 de la tarde, tampoco le eran malos.
Pero la luz a veces entra por su ventana, a veces de sus ojos sale una chispa humilde y preciosa que lo hace el ser más querido, es una chispa única en su género, un toque del sol de Marte que va a parar a su rostro desgastado.
Y si los bichos no le pisasen los pies cada vez que sopla para abajo, créanme que nadie hablaría de su desidia, de su blandura y blancura, nadie pondría “si” a hablar de él. Si… si no escuchase esos 5 minutitos de vez en cuando, quien sabe, se podría volver loco, podría llorar el doble, huir saltando, hablar más y con menor calidad, podría no pasar nada o podría haber nacido para, simplemente, morir contigo.