Soy tu deuda se escuchó a
lo lejos. Polvo revoloteando por un paisaje amargo, plantas secas, pero bien
vivas, voces roncas cantando en un desierto de almas. El sol bien arriba
acompañaba las tristes notas de la armónica, componiendo, a su vez, una hilera
de quejidos y berrinches de niños insolados y sudorosos. El tiempo pasaba sin
un límite concreto, sin un fin preciso, pero aquí todos sabían que pasaba y eso
bastaba. El polvo seguiría acompañando la tediosa música y al sol en sus
labores como pegamento, como la cola que une el triste mundo de este pobre
desierto.
Soy tu deuda. Y qué
bonito sonó, como resonó en la retina del que escuchaba y del que lo profería.
La boca seca de pronto parecía respirar y recordar que aliviar sus llagas era
posible con deslizar suavemente la lengua primero arriba, después abajo, para
terminar escondiendo ambos labios entre los dientes. El corazón cansado del
hombre parecía rechinar de alegría, parecía olvidar que algún día sus frases
debían acompañar cierta acción, debían mantener una promesa forjada por la
hermosura de la forma, por el calor de sus miradas y por el sacrificio ya
cometido. No importaba, habría tiempo para pensar, este era tiempo de vivir y
creérselo, para olvidar siempre recordando.
Caminaron juntos por un
tiempo y se separaron con miradas esquivas y con la seguridad de volver a
verse, la seguridad de cobrar una deuda. Uno por la izquierda, el otro siguió
recto y así siguieron dos caminos, dos andanzas y parajes diferentes.
Ya casi de noche, cuando
el desierto se tiñe de reflejos oxidados y los animales salen de sus guaridas
para buscarse mutuamente, llegó al pueblo ya dormido. Sacó un cigarro de su
pantalón, entre dos dedos se lo prendió y con los ojos cerrados siguió el
camino que tantas veces había hecho. Ebrio de emoción, recorrió una a una las
casas que lo vieron crecer, que lo vieron tantas veces regresar y partir, a
veces borracho de vino, a veces borracho del camino, pero siempre siguiendo
uno. Esta vez no era diferente, o si, pero el todavía no sabía porque, bueno,
ni yo tampoco, pero la historia nos ira desvelando algunos secretos que buscan
a ser descubiertos entre esas casas, entre ese cigarro y el siguiente, entre mi
cigarro y el siguiente.
Agachando la cabeza se
empezó a fijar en sus pasos, pasos tranquilos y rectos que parecían querer
decirle algo y que apuntaban siempre hacia adelante con gran precisión. Las
botas se arrastraban entre la arena dejando un rastro inequívoco de cansancio,
de dulce y desgraciada llegada al pueblo fantasma que es y fue su hogar. Se
sentó en el porche, ya las estrellas brillaban perezosas en el cielo, ya nadie
quedaba para recibirlo y por eso le dedicó a esos últimos momentos un último
cigarro. Mordió el filtro delicadamente y prendió un ruidoso fósforo que
cumplió y se esfumó al tiempo que el primer tiro del cigarro le traspaso a otro
lugar. Las voces seguían graves y sentenciadas, las bocas seguían secas, los
amigos seguían escasos y los caballos muertos. Ya estaba ahí la luna, pidiendo
permiso para unirse a la orgía que se preparaba. Las mismas casas aparecían en
la imagen pero en tiempos diferentes, eran tiempos de muerte. Las luciérnagas
brillaban y birlaban a las farolas extintas el protagonismo de alumbrar la
imagen. Los hombres escondidos decidían los pasos a seguir y lo hacían rápido.
Penetraron fuerte y precisamente, atacando los puntos clave, matando a unos, a
unas y otros ciertos. Pocos resolvieron a herirlos, la brutalidad del ataque
había eliminado toda capacidad de reacción. Eran seis o siete, armados con
simple odio y rencor, y unas cuantas pistolas y escopetas.
Una vieja guitarra
sonaba, nos recordaba que el pueblo no dormía, que el pueblo estaba muerto. Con
animada pasión nos contaba la historia de los bandidos que acabaron con la
vida. La voz recordaba aquella promesa, nos recordaba la belleza de esa
garganta que un día había intentado olvidar su vida endeudándose con un
extranjero. El polvo del desierto corría ya en forma de lágrima y traspasaba
las agrietadas arrugas de su cara. El sendero fue una y otra vez utilizado por
las lágrimas que todavía no se habían despegado de la barbilla. El ego se
sintió entonces aludido por aquella matanza, su ser se estremeció y se sintió
por primera vez atacado por aquellos asesinos de pueblos, su corazón se
agarrotó y vio sus músculos contraerse en forma de rabia. Rabia cansada eso sí.
Rabia controlada por horas de camino y por años de olvido tajante y discreto.
Vio todo más claro y decidió apagar el cigarro para dejarme a mí fumar el mío y
quizás desvelar, entre el humo y la ceniza, algún secreto más.
De momento sabemos que la
guitarra cesó y el solitario hombre entro en su tiroteada y abandonada casa a
reposar sus músculos deseosos de venganza. La venganza, ahí está el secreto de
esas voces temidas. El sentimiento renacido y noble que intentó apagar con
luchas y alcohol, con cigarros y guitarras y armónicas y noches en vela. La luz
de la luna entraba por la ventana entreabierta de su cuarto y permitía a
miradas, las nuestras, conocer un poco al hombre que gritó aquella frase.
Cubierto por una ligera sabana, yacía en la cama desecha y olvidada, apestosa y
combinada con el resto de muebles antiguos y vacios, rotos y lejanos. Avanzaban
entre la penumbra algunas alimañas que, sin ruido, masticaban lo que por ahí
quedaba. Robert H. Wiltrow, que así se llamaba, siguió durmiendo, siguió
cansándose para despertar agotado la mañana siguiente.
El día se fue despertando
poco a poco, sin prisas, como quien sabe lo inevitable pero que aún así se
esfuerza por alcanzarlo. Los rayos de sol teñían ya las casas, oscureciendo la
madera y pintando de naranja las casas blancas, ocultando el abandono del
pueblo, Weary o The Weary, nadie nunca lo supo. El viento empezaba a calentar y
a levantar el sudoroso polvo que se seguiría acumulando en las fachadas de la
vieja calle y que llegaría hasta Robert para susurrarle algunas palabras en
sueños, palabras que lo animarían a emprender el día. Solo, se despertó y se
dirigió hasta la cocina donde un austero desayuno lo esperaba. Un poco de pan
reseco, un poco de agua para aguarlo y unas cuantas alubias hervidas era todo
lo que en su casa quedaba. Tras ingerir, desganado, el desayuno, zarpó desierto
adentro sin la voluntad de volver al pueblo sin antes encontrar a sus asesinos,
sin antes luchar, morir por intentarlo, por vengar su niñez, su presente y el
que hubiese sido su futuro.
El calor ya era un
problema cuando dio los primeros, o los últimos, pasos fuera de su casa, cuando
sus botas, descansadas, soltaron el amarre y empezaron a navegar por el
desierto madrugador y a escapar de las olas de calor. Robert llevaba un traje
sucio, muy sucio, los pantalones recuperados una y otra vez de sus numerosas
rozaduras y caídas. Rondaría los 30 años pero bien podían ser más. La venganza
lo fue motivando a seguir su viaje bajo el intenso calor, lo arrastró metro a
metro entre los cactus y buitres que poblaban la temida extensión. Caminaba y
caminaba y el horizonte parecía inmune a su esfuerzo. Fue cruzando el mismo
paisaje paso a paso, suspiro a suspiro, impaciente, ansioso, malhumorado,
cegado por la venganza.
Cuando el sudor se retiró
ya exhausto y dejó paso a manchas blancas y secas en su piel, pudo divisar a lo
lejos unas anomalías en el terreno y reconocer un pueblo, desconocido hasta
entonces. Cosa que no dejó de asombrarle porque desde temprana edad siempre
cultivó con mucha dedicación todos los rincones del desierto. Siguió firme
hasta su destino, con su desinterés habitual, con su desidia, si se me permite
la palabra. La horrible sequedad de su boca no le impidió sacarse un cigarro
del atado y prendérselo, dejando paso al fuego de su garganta y un sabor a
mañana de cigarros en la lengua.
Los montículos de cemento
y madera fueron tomando forma entre el humo del cigarro y definiéndose tras el
humo del mío. Una torre separaba dos grandes estructuras que a su vez eran
rodeadas por pequeñas casas y grandes parcelas. La torre parecía de alguna
iglesia improvisada tras largas conquistas, una de tantas (iglesias y
conquistas). Mientras se acercaba al pueblo recordó la última vez que entró a
uno de esos templos. Su fe no había sido interrogada aún por el castigador. Y
camino un poco, y otro más.
“Bienvenidos” ponía
en un cartel en la entrada, estaba
posiblemente en inglés, o puede que fuese francés o quién sabe, o a quién le
importa. El caso es que le dieron paso, invitaron al gran Bob a entrar a este
pequeño oasis de poca gente, a este oasis arenoso de campanarios y pequeñas
bodegas y caballos estacionados frente a salones violentos o no, no lo sé. Bajó
su sombrero, y encima de su cigarro brillaban dos ojos marrones, oscuros, muy
oscuros, casi negros. Entrecerrados por el calor y la larga marcha, seguros de
sí mismos, aparecían en la escena por primera vez, recios de dolor, pidiendo
despertar, revivir esos tiempos de amigos e historias. Ya no había nada tras
ellos, sus nervios estaban desviados a otras terminales, los sentimientos
muertos no los dejaban expresarse ni sentirse. Y así fueron adentrándose y
evaluando los diferentes rincones y a todo aquél que por ahí deambulaba. Entro
a una tienda, compró algo de comer y preguntó por donde quedaba la cuidad de
los bandidos. El viejo señor mostachoso le respondió que con el tren de las dos
de la tarde no tardaría más que un par de horas en llegar, era la última parada
de esa ruta. Ahí empezó la típica historia de espera, paseó por el pequeño
pueblo y examinó hasta el último rincón de las casas que allí había. Nada
extraordinario, un pueblo de la época, con gente de la época que se esforzaba
por huir del calor de la época. Parecía que todos en el pueblo lo observaban
escondidos tras las persianas ruinosas y polvorientas de las casas y del bar.
Desconfiaban del nuevo y presentían, quizás, la venganza de su propósito, de
sus ojos, pero desconocían a quien le era dirigida. Así pasaron las horas de
calles vacías y visiones fantásticas, hasta que se oyó, a lo lejos, el tren que
se acercaba. Lentamente y ocultando la alegría del final de su estancia, Robert
se fue acercando a la estación. Esta estaba compuesta por una casita en donde
se podía comprar el billete y por unos asientos alejados de unos diez metros de
la única vía que daba cobijo al tren.
Humeante y ruidoso se
acercó el enorme y majestuoso tren que parecía querer despertar al pueblo con
sus melódicas advertencias. Se posó milimétricamente al final de la vía y los
cuatro empleados uniformados se bajaron y se dirigieron a la casita mientras
otros dos salían de esta y se disponían a preparar el siguiente viaje. Tras
unos quince minutos de espera el relevo volvió a efectuarse y ya los pasajeros
podían esmerarse en entrar a los vagones desiertos. En ese momento empezó a
llegar gente a la estación, más de la que había visto en todo el pueblo y
posiblemente en los últimos meses juntos (o incluso más). Como bestias
empezaron a entrar, empujándose desconsideradamente, personas mayores, jóvenes,
negros, blancos, ricos y pobres, todos se empeñaban en entrar primero y elegir
el mejor sitio, con sus conocidos, en la ventana, cerca de la puerta para salir
primero… todo valía para dictar sus respectivas voluntades. Bob, que era
anticuado y rudo, pero educado, pasó el último y no le quedaron sino las
sobras, los peores asientos del tren, es decir todos mirando hacia atrás, los
más sucios, y al lado o demasiado cerca de algún mendigo maloliente o vómitos
resecos. Miraba uno a uno los pasajeros del maleducado tren. El primero que le
llamó la atención fue un negro grande como dos cactus que parecía hablar
mientras dormía y olvidaba la borrachera que arrastraba enérgicamente desde
hacía tres días. De vez en cuando gritaba algún descalificativo a la prole que
esquivaba sus miradas, insultaba fuertemente a las personas declarando su ira y
desconcierto. Pocos dientes le quedaban y sus negras encías recordaban la
miseria del señalado. Mientras tanto un grupo de ocho o nueve jóvenes, que
entre risas y gritos parecían rivalizar con el borracho, esperaron a que el
tren diese sus primeros pasos para atacar, violenta y desprevenidamente, a una
pareja de extranjeros. Entre patadas e insultos lograron aplastarlos contra el
suelo y herirlos ante el desconcierto de unos, el disimulo de otros y la
parálisis por desinterés de Bob. “Esta no es mi guerra” pensó desviando la
mirada a un grupo de señoras que entre miedo, precaución e hipocresía se
miraban gesticulando cuidadosamente para no ser vistas por los delincuentes
pero si por el resto del tren. Estaban bien vestidas, su estatus social parecía
ser exhibido por sus maneras y por el sitio que ocupaban en el tren. Todas
juntas, en el medio y con sus maletitas bien colocadas a su lado. Pero entonces
algo desconcertó al tranquilo Bob, el tren parecía ir al revés, parecía haber
partido en sentido contrario, por donde no había vías. Al tiempo que los
pequeños malhechores eran reprendidos cuidadosamente por un grupo de señores y
desalojaban el vagón, los pantalones ensangrentados por la brutal paliza,
nuestro personaje sacó la cabeza por la ventana y vio que en realidad si había
raíles. Hasta yo juraría que hace unos minutos solo el desierto colmaba su
vista.
Receloso volvió a su
vagón y a sus personajes. Parecían ladrones, desgraciados, vagabundos,
escuálidos, egocéntricos y excéntricos. Ninguno parecía viajar con él, ninguno
compartía su pasión, ninguno comprendía el delirio de su propósito ni su romanticismo. Tan
repentinamente como sintió la ofensa causada, sintió a su vez el amor perdido
en aquella guerra desigual, empezó a ver su pueblo en su conciencia y en su
corazón. El dolor, exhausto, empezó a propagarse por sus órganos y
extremidades, empezó a chupar los años de olvido e indiferencia y a engordar
como un enorme y fatal tumor. Sus ojos nublados le plantaron las manos en la
cara e impidieron transmitir el dolor al aire y al sol que bronceaba su brazo
derecho. Las dos únicas lágrimas que salieron, una en cada ojo, lograron
humedecer las raspadas manos y tatuarles dos rayas oscuras entre el blancor de
sus grietas. Disimulando miró rápido hacia la ventana, el paisaje seguía en su
línea, pero los colores le fueron mostrando una inusual belleza, un toque de cariño
y amor fueron resaltando la hermosura del horizonte y sus habitantes. Una
sonrisa alegró su alma. Su cara había perdido arrugas y sudores, mostraba la
belleza oculta. Su corazón pedía aire, rogaba por deshacerse del inútil cuerpo
y emprender un magnífico vuelo hacia ese verde marchito, ese amarillo respondón
y ese azul embriagador que sin una nube, cubrió la dulce vida de esos ojos.
Ya no quedaba nada ni
nadie en el frívolo vagón, la gente había desaparecido, las riñas y la
violencia ya no viajaban rumbo a ese destino incierto. Inocentemente pensó que
había pasado demasiado tiempo con el exterior y había olvidado el sucio
interior. El tren parecía frenarse de momentos y retomaba la ruta con agudos
estrépitos de las vías rozando con el circular metal. Hasta que por fin se
detuvo por completo y se oyó una voz que proclamaba el final del trayecto.
Sacando un cigarro retomó su seria postura y bajó del tren sin saber ni dónde
ni cómo había llegado a este pueblo. Su desconcierto se vio inflado al mirar el
tren. Solo quedaba su vagón y ni siquiera parecía al de horas atrás. No hubo
preguntas ni sospechas fundadas, mientras el sol, él, empezaba a cansarse y
bajo tomando el camino más corto hacia la noche. Las luces brillaban un poco
más lejos, entre remolinos de arena y estrellas bailarinas.
Se fue acercando poquito
a poco, sin dejar de disfrutar el paisaje y su interminable belleza. Miraba
embobado al cielo apocalíptico, la fusión entre el rosado que alumbraba las
nubes del fondo, el azul clarito con toques blancos de un poco más arriba y
observándolo todo, inmensamente arriba, el azul oscuro, armado ya para la helada noche. Sus pasos no
parecían los de antes, su vida parecía absorber un poquito de esos colores. Se
quitó el sombrero y empezó a aprovechar el frescor de la noche naciente para
lavarse del calor diurno. Nada parecía ya tan malo, la venganza parecía solo
una excusa para poder viajar por aquellos parajes, visitar pueblos en los que
después de la noche absurda, nazca un nuevo día. Parecía que ya nada de lo
emprendido tenía sentido ante la belleza del momento y del pueblo que nacía
tras los arbustos. La arena acolchada sopesaba sus pasos uno a uno. Estos,
dejaban huellas enmarcadas por polvitos mareantes que flotaban creando una
órbita en cada una. Llegó al pueblo y risas y palabras se fueron confundiendo
con la bella luna que se había alzado bajo la dulce mirada de sus ojos
inocentes. Entró por detrás, por la casa de los Richards. Seguían sus cerdos y
sus gallinas en el corral, sus hijos jugaban como años atrás en la pequeña
calle Canways. Las farolas alineadas bailaban al paso del caminante y
alumbraban las miradas joviales que lo seguían gustosamente mientras saludaban.
“¡Hey Bob! ¿Qué tal el día?” se podía escuchar, o también “Bob, hijo, dile a
Isabelle que mañana la esperamos.”. Isabelle… su cuerpo se descompuso
repentinamente y aulló a la inmensa esfera blanca pidiendo clemencia. Isabelle.
Llevaba años sin escuchar su nombre, sin sentir su aureola alrededor del pecho,
sin imaginar su ropa ni su pelo, ni tan siquiera esos pechos que fueron sus
únicos pechos. Su pueblo había renacido y con el todos su habitantes y
animales, sus recuerdos y sus paisajes. Bob aceleró, no escucho a nada ni a
nadie mientras se dirigía, borrascoso, a su antigua casa. Ahí la esperaba ella,
hermosa como siempre, con un vestido lila gastado y su pelo perfectamente despeinado.
Su tronco imponente y delicado, sus claras imperfecciones resaltando la bondad
de su adorable figura. Lo miraba, con una sonrisa entreabierta que dejaba paso
a sus dientes y a su lengua suave al tacto de su lengua. Corrió y la abrazó con
el resto de la fuerza que le quedaba. Empezó a llorar y a llorar sin dejar un
segundo de mirarla y atragantarse con la saliva que explotaba de júbilo en su
boca seca. Se sentó en el suelo, brusco y descompuesto bajo la mirada asustada
de Isabelle que lo interrogaba angustiada. “¿Querido que te pasa? No llores,
por favor, me estás asustando…” exclamó con lágrimas dulces y transparentes en
los blancos pómulos. Su ternura viajaba a través del tiempo, el amor que les
era propio los embarcó en un viaje a través del tiempo y del universo. El logró
remar y remar hasta llegar hasta sus pies y besarlos y empaparlos del dolor de
su cuerpo que brotaba como el humo de ese tren que lo trajo hasta acá.
Las dos rayas tatuadas en
sus manos dejaron paso a una enorme mancha oscura que teñía de color su insulsa
figura, las había humedecido y les había regalado una segunda y merecida
juventud. Empezó a recordar los años de dejadez y tortura que lo habían
convertido en lo que era, antes de volver a verla y recordarla, de regalarle
las lágrimas y sufrimiento que merecía. Perdonándose se levantó titubeante, la
miró a los ojos y le susurró tiernamente, con sufridas palabras directas de lo
más profundo y remoto del alma humana, “Soy tu deuda. Soy tu deuda Isabelle.”.
Entonces la abrazó de nuevo, tanto y tan
fuerte que se esfumó engullida por su cuerpo y por su corazón hambriento. Todo
lo que quedó fue polvo, un enorme y monstruoso polvo que lo rodeó cruel e
implacable creándole un profundo dolor y dejándolo perdido en la nebulosa
estepa.
Cuando logró escapar de
la humareda, sintió el sol que lo azotaba en la cara ensangrentada. Le quemaba
las feroces heridas y lo empujaba al suelo de donde no debía levantarse. El
calor lo invadió de nuevo y las voces desalmadas lo cubrían de golpes y patadas
brutales que lo acercaban un poquito más al final de la historia, al final de
su historia, el final de Weary. Se calmó todo, y logró ver un rostro, un rostro
familiar, podía ser ese hombre al que creía deberle algo, al que momentos
atrás, prometió devolverle un favor. ¿Qué favor era ese? Ya no sabía si aquella
conversación había sido real, si aquella fraternal alianza tuvo lugar, si
aquella frase existió jamás. Aturdido no logró seguir pensando, ya su cabeza
flotaba ajena a este mundo. El mismo rostro familiar se acercó a él y empuñando
un revolver y apuntándolo directo a su ojo derecho le dijo, “Despídete Robert.
¿Tienes algo más que decir?”. Apurando el restante de su fuerza, lo miró a los
ojos, sonriendo y con una voz sentida y sentenciada dijo: “Soy tu deuda.”
“Soy tu deuda”. Y los
caminos no se separaron esta vez, ni sus andanzas siguieron paisajes ni parajes
diferentes. Y por supuesto ya no existía la certeza de cobrarse una deuda. El
polvo siguió su camino y el chispeante desierto siguió soportando la crueldad
del sol, los niños siguieron llorando insolados y los animales guerreando por
un día más. El tren seguiría despertando sueños oscuros, apaleando gente y ocultando
verdades a gritos, los pueblos seguirían muriendo abandonados y los bandidos
seguirían exterminando amores y desamores. Pero ya ni Weary ni Robert existían,
quizás no existieron jamás, quizás este cuento no sea más que una invención
mía, quizás solo fue el humo de mi cigarrillo, o del suyo.