Las pestañas de la noche brillaban cual prostituta de
vacaciones ojeando revistas de moda en el hall de entrada del Musée
D'Orsay. Un ronroneo incesante me pasaba
por la cabeza en ese martes como ningún otro. ¿Cómo algo tan típico como un
martes puede ser tan único como un martes?
Seguramente porque te iba a ver, porque tu mirada esquiva se
iba a clavar en mis ojos en esos breves pero maravillosos segundos que la vida
me regala. ¡Menudo martes! Y yo, el martes pasado, lo juro por dios, no tenía
ni idea. Tan sólo viví ese martes como uno más, como tantos otros antes de él,
con su principio, sumido en la más profunda oscuridad, con su amanecer semi súbito
del verano que asoma y asombra, con mi despertar ojeroso y algo triste y melancólico,
con su mañana, su café, su cigarro, su baño y su esfuerzo, sus nubes y sus
tuertos, yo el rey de todo eso, con la tierra en el zapato, apareciendo la
noche entre mosquitos, suplencia del día dicen algunos, macabras imágenes de
consuelo, locuras en el salón de juegos de mi perro, el estrés de no verte y
dos palabras que me dieron la vida. Todo eso en un martes como cualquier otro,
todo eso sin saber que era el último martes hasta este, hasta mañana, hasta
hoy, hasta el martes en el que te voy a ver, sin boina pero con la sonrisa de
bobo que se me queda al verte, al mirarte. ¿La boina? Hace demasiado calor,
bien me lo dijiste en sueños, o en el suelo. Ya no me acuerdo.
Me asomo por la ventana y me enciendo un cigarro. Entre el humo y las plantas intento descifrar
el futuro que parece pintarse allá, detrás del cerezo y la encina. Es difícil,
es como escapar de tu manada de leones. No te dejan y hacen bien. Quizás la
responsabilidad sea esa, mirar por mi ventana y verte a ti pintada entre
Leonarda y el cielo y no dejar de mirarte, aunque te moleste y no me cueste,
porque tus pestañas, como las de la noche que brilla, cada vez me dicen más,
cada vez me hablan más, cada vez se parecen más a este martes.