Te asomas con esas tetas medio madres medio putas,
hablándome de la noche negra y sus estrellas, te acercas temerosa porque temes
la ira de un hombre cómo temo yo las mujeres que bailan las curvas de
carretera. Sobre mi pie descalzo quema el sol y se reparten la baraja entera,
se emborrachan de placer los oscuros duendes que sin luz aparecen. Yo sólo veo
tus ojos asomándose, sólo te veo a ti acercándote poco a poco, reina del
sigilo, de mis noches, un paso atrás y dos para adelante, no quiero que me
vuelvas a enloquecer con tu mirada ni que mi garganta te pida a gritos, no
quiero dejarme llevar por tu dulce agonía ni por la más oscura de las
trepadoras de aquél jardín que ya no es nuestro.
El fresco del amanecer siempre me hace perderme entre tus
bragas color carne, ya no me hablan ni las sabanas ni las otras drogas, ya no
me habla la soledad aturdida del momento en que te vi por primera vez, rugiendo
tu pelo negro en el calor árido de esas entrepiernas, los ojos perdidos en la
maraña azul del horizonte tras mis brazos que te espantan, tras mis
palabras que te hieren, la sonrisa que te mata.
Perdí el norte y ahora el sur parece hermoso, perdí el atlas
que me acompañaba en la terca paciencia del pasado y hoy sin peros ni ganas, me
siento en el sillón redondo, apagado el interruptor del anhelo y atrapado como
un bonsái sin veneno para respirarte entre la humareda, te respiro de nuevo y
hueles a olvido.
Levantemos la vista al cielo y veamos volar tu pelo sobre
las cascaras plateadas de lo que parece un pleno, un lleno absoluto de mis
neuronas paranoicas sobre la manta canelo de tus mentiras que enganchan. A
veces me acuerdo de tu innecesaria apatía y me entra la risa, una risa nerviosa
que no cambiaría por nada, que no se olvida, a veces me acuerdo de como recogí
a pedazos mi locura con una pequeña espátula que compraste en un chino cerca de
Úrsula, cerca de Beatrice y cerca de Callao, a la misma altura que los cuadros
demacrados de nuestros abrazos pasadas las doce.