jueves, 11 de julio de 2013

Otro viejo, el mismo mar

El sol, como cada mañana, se levantaba en Sabana alumbrando los árboles que daban a los gallineros en donde cientos de gallos llevaban horas cantando. El calor no había empezado a repuntar, las flores no se abrían todavía y el aroma a café invadía las calles del pueblo recién nacido, este Macondo escondido tras las olas enormes que moldeaban las rocas y los sueños de sus gentes. Las calles sin asfaltar eran testigo de grandes y estruendosas mulas que sin prisa se dirigían hacia el monte, acompañadas solemnemente por sus amos. Sondeaban el camino los campesinos montados en sus soberanos caballos sin montura. Y  los más humildes y madrugadores, los que la inmensidad del mar había corroído hasta convertirlos en sabios que luchan día a día contra la muerte vestida de Dios impetuoso, los que llevan la paciencia por credo y bandera, los pescadores.

Estos eran fácilmente reconocibles. Vestían humildemente, camisetas viejas y pantalones cortos que dejaban a la vista su piel morena y estropeada por el sol y la sal, piel con grietas blancas, piel áspera como el más vil metal, piel trabajadora, piel llena de cicatrices, llena de anzuelos, llena de vida. Caminaban lento y solos, se juntaban en el muelle. Los ojos hinchados de no dormir, la boca oliendo a café y tocino y el pelo tieso, casi no hablaban, tendrían horas interminables para hacerlo.

Arrastraban los pies, navegaban mejor que caminaban.

Ya al tocar la arena las fachas cambiaban. Ya no eran estos pequeños monigotes callados que hablaban casi susurrando, ahora funcionaban como maquinas de ingeniería, movimientos exactos, palabras precisas, parecía un vals exquisito de grandes salones vieneses, minuciosos poniendo el sedal, veloces como rayos desenredando nudos estratosféricos, rigurosos con los aprendices. Solo este rigor les prepararía para las inacabables horas con Neptuno a su lado. 

Así eran las mañanas en Sabana, nadie se sorprendía, nadie esperaba otra cosa. Cuando el sol quemaba en lo alto, ya todo había desaparecido, ya nada parecía real, la orquesta de almas no retomaría hasta la mañana siguiente, o la otra si la pesca era mala.

Pero entre todo este barullo vivía un hombre, o eso dicen algunos que era. Para mí era un dios pasado de moda, un vaquero cuyo ganado había sido expropiado por nuevas generaciones. Antes que el sol alumbrase, antes que las mulas dejasen sus huellas sobre la tierra, cuando solo los gallos cantan, él salía  descalzo con el peso de una vida de soledad, salía tarareando con sus voz habanera, una voz que era amargo dolor. Recogía unos carretes y evitando cualquier mirada se dirigía a la playa que lo esperaba tranquila. Dicen que al que madruga... 
En el pueblo hablaban mucho y de muchos, las ventanas indiscretas poblaban las casas, los chismes eran, como la ganadería o la pesca, otra religión. Pero de este viejo ya no hablaba nadie, era menos que nada, menos que un sueño, que un fantasma, que una rata. Vivía cerca de la playa en una cabaña. Seamos indulgentes y llamémoslo cabaña... Una cocina de gas, un colchón y dos sillas, una dentro y otra afuera a la derecha de la puerta. Los carretes colgados en clavos contra la pared y una cajita llena de puros, un par de fotos y unos billetes para su entierro, sobre una mesita. 

Esa mañana todo transcurrió como siempre, cogió unos cuantos puros, un par de dientes de ajo para mascar, unos cuantos carretes, la red para la carnada, las alpargatas y se dirigió hacia la barca. Desde la orilla tiró la red y fue sacando pequeñas lisas y sardinitas que puso en un cubo. Como todos los días, se encendió el puro y empujó la barquita sobre unos troncos hasta que el agua le besó las rodillas. Saltó como si no hubiese mañana y con los remos se fue impulsando hacia mar adentro.
 El mar estaba plano como una tabla, remó hasta dejar el turquesa del agua y adentrarse hacia la oscuridad del azul profundo. Cansado se sentó a fumar y a admirar como el mar dominaba ya la tierra a lo lejos, como  las olas lamían la copa de las palmeras por allá, como las gaviotas escoltaban los primeros pescadores que desenredaban sus redes, prestos a embarcar, como el mundo, desde ahí, parecía una sinfonía de perfección. Nunca creyó en nada, su único Dios era el mar.

Con la misma devoción y al acabarse el puro empezó a alimentar los anzuelos con tiernos "cracs" de las lisas atravesándolos. Tiro los nylon y solo sostenía la colilla del puro en una mano y un carrete en la otra. Empezó la hermosa espera de la que solo el pescador disfruta.
Apenas picaban, cogió un par de pargos, un atún pequeño y pasó horas bajo el sol mascando los restos pastosos de los ajos. Esto lo aprendió de su padre, decía que limpiaba los dientes y evitaba la sed. Podía pasarse días enteros con el mismo diente de ajo. 
La barca no había dejado de moverse pero el viejo conocía cada una de las calas de la zona, cada una de las playas, de los islotes, puertos y pueblos de los alrededores. Se dejaba llevar, no importaba cuán lejos, luego remaba incansablemente hacia su cabaña. Tenía mil historias, mil avistamientos de ballenas, tiburones, delfines, incluso una vez dijo haber visto y escuchado una sirena, tan hermosa que su solo recuerdo limpiaba sus ojos mustios de mirar el infinito.
Y así siguió el día, un par de sargos, una mabra y un merillo. Algo sacaría por el merillo, necesitaba más puros. Nada ensuciaba la hermosura azul, nada escondía la pureza del mar. En la zona todo el mundo remaba, no había motores que hablasen de modernidad, no había barcos que ensuciasen el coral. Lo único que había era mar y solo mar.
La vida pasaba y no había dejado de pasar para el viejo, la muerte nunca le asustó, siempre estuvo ahí, abrazó a su mujer, a su hijo, a sus padres, él la esperaba con filosofía, casi con amor. Ese día no tenía nada de especial, todo había salido como era habitual, como venían siendo desde años atrás.
A veces recordaba las caras que antes miraba todos los días, sufría en silencio, apretaba la mandíbula para sacar el dolor, para aplastar el ajo o el puro, lloraba en silencio. Solo veía los ojos inmensos de peces muertos todos los días. No había besado a nadie en años y moría por sentir la suave piel de su mujer contra la suya rasgada.

Al cabo de las horas el viejo, que sin querer cerró los ojos más tiempo del habitual en cualquier ser vivo, se encontró encallado en una roca cerca de un islote paradisíaco. Asustado por su repentino desconocimiento remo hacia la orilla. Ya no estaban los peces, solo quedaba el carrete en su mano y la colilla del puro. La corriente era despiadada y no avanzaba según sus brazadas. Sintió algo debajo de la barca. Algo grande. Un tiburón pensó. Quizás era Pancho, un tiburón toro que dominaba una parte del coral, era el único que rondaba la zona día y noche y no se asustaba con la gente y no se dejaba pescar por nadie. No era Pancho.

De pronto la barca empezó a moverse desde la roca donde había encallado hacia la orilla, en línea recta dejando tras de sí una gran estela parecida a un río, a un rio inmenso, al Aqueronte podría ser. Lo que sea que estuviese debajo lo transportaba velozmente, era un balsero submarino. Cogió el plomo del carrete y lo tiro debajo de la barca. Nada. Al llegar a la orilla se bajó y vio como su barca se perdía en la inmensidad del mar y como la tranquilidad de la naturaleza lo domaba poco a poco mientras se acostaba bajo una palmera, puro en mano.
Algunos dicen que fue la sirena que lo llevo hasta ahí, otros dicen que murió en la mar pescando un enorme pez espada, lo cierto es que su barca llegó a la orilla, frente a su cabaña, dos días después, con dos sargos, un merillo, un par de pargos, los carretes enrollados, un puro a medio fumar y medio ajo sin mascar.

100. Gracias


Hoy hablo yo, ni Guillen, ni un editor, ni Alceste siquiera, Yo. Porque se cumplen 100 entradas y quería agradecer, no siendo esta la palabra más adecuada, a los lectores o paseantes que le han dedicado tiempo, a aquellos fieles y a aquellos infieles, porque en el fondo, para hablar sólos ya tenemos las noches, la multitud, las duchas, las mañanas... 
100 entradas en dos años y medio, no es gran cosa, pero hay que hacerlo igual. "Il faut le faire" como dice alguna. Muchas veces publico menos de lo que me gustaría, pero así es la vida, evito lo primero que me pasa por la cabeza, evito publicar cualquier cosa aunque muchas veces la “cosa” es inevitable.

Gracias por la paciencia y gracias por los ánimos.

Ahora estoy retocando un cuento que iba a enviar a un concurso y al final no lo hice por publicarlo en el blog como entrada "100", aunque será la 101. Hoy o mañana estará listo.

Un abrazo y muchos cariños a todos. 


Fabien G. 
 

domingo, 7 de julio de 2013

“Nos sobran los motivos” del Maestro Sabina

Este adiós no maquilla un hasta luego,
 Este nunca no esconde un ojala,
Estas cenizas no juegan con fuego,
Este ciego no mira para atrás,
Este notario firma lo que escribo,
 Esta letra no la protestaré.
Ahórrate el acuso de recibo, estas vísperas son las de después.
A este ruido, tan huérfano de padre, no voy a permitirle que taladre un corazón podrido de latir,
Este pez ya no muere por tu boca,
 Este loco se va con otra loca,
Estos ojos, no lloran más por ti…


miércoles, 3 de julio de 2013

24. Big daddy

-Lamento que sepas escribir mi apellido. Que mi cara no le sea indiferente y mis mañas con un arma, le puedan alarmar. No pretendo asustarte ni que sientas en tus carnes la perfidia que corre por mis venas, el poder que sacia mi hambre eterna. Porque sé que ya lo sientes.

Recuperó el aliento, miró hacia un lado y al otro y volvió a fijar su mirada en él.

-Me has visto una y otra vez rasgando por dentro el cuero carnoso, el cuero humano.  Me has visto ejecutar lo que amenaza lo mío, corregir con crueldad eso o esos que son  “lo mío”, me has mirado a los ojos día a día durante años, ¿de qué me serviría decirte algo que te asuste? Decirte que vas a morir, ¿Qué sentido tendría? Dímelo Ray, dímelo.

El sudoroso paciente del mal respondió con la voz marcada por la muerte que chorreaba su frente, pálida ya.

-No tendría sentido, Tony.

Y con el sombrero ya en la cabeza recogió delicadamente el expresso de la mesa, dio el último sorbo al café todavía caliente, y se marchó con una palmadita, de sincero cariño, amor, a esa persona que fue su leal empleado, su leal amigo y que en unos segundos desaparecerá.


Así era y sería por siempre el gordo Tony, el genio Tony. Un tío con muchos conocidos.
Desde luego no tenía buen corazón, pero tenía uno, que además de cuando en cuando se ablandaba con botellas de vino y cigarros de marihuana que fumaba con religiosidad.

Y voy a retratarlo para que puedan entender a este amante de la perfección, del arte y del buen gusto. Mientras vayan leyendo estas páginas, les recomiendo  buscar y escuchar “Alligator wine” de Screamin Jay Hawkins.
Elegía la más gorda, ancha y transparente copa de balón que había en su despacho, la dejaba boca abajo justo encima de una vela aromatizada de canela y madera mientras bajaba a la cava a elegir el vino de esa noche. Subía sin decir nada, fijo en sus pensamientos, huyendo de la selva de miradas. Se servía el brebaje en una vasito ligeramente más grande que el de chupito y lo miraba a contra luz. Tenía que tener el  color de la sangre coagulada ya, que pareciese zumo de mora. Si no lo tenía, tiraba la botella e iba a por otra. Cuando pasaba el primer examen, lo olía y si su olfato no dilucidaba las dudas, se mojaba los labios y acariciaba su garganta con algunas gotitas.
Servía su copa y la dejaba reposar y respirar en su escritorio.
Sacaba una bolsita de marihuana, los pelos rojizos brillaban a la luz de la lámpara, el polen volaba por todas partes, polen rojo, amarillo, incluso azul. Diamantes pegados en una flor que deshilachaba con las puntas de los dedos y los colacaba sobre una alfombra de ligero tabaco. Se chupaba los dedos y bebía el primer sorbo de vino.
Lo acostaba en un papel de liar y cuidadosamente lamía las puntas y lo cerraba haciendo un cono perfecto. Con su pluma de oro y rubíes prensaba la punta y quemaba el sobrante de papel con su Dupont de oro y laca china.
Se levantaba de su inmenso trono tras el escritorio y ponía un vinilo en el toca discos. “Pagliacci”  de Leoncavallo, interpretado por Mario Del Monaco. Ahora les recomiendo que como Tony, escuchen “Vesti la giubba” de la obra citada y por el interprete citado y se fumen un porro.  
Con las primeras notas y las primeras palabras de Mario, quemaba la cima del cigarro hasta que la fumata blanca se metía por su nariz y cerebro, babeando hasta sentirse volar con ese payaso que roba las lágrimas de este gigantón que disfruta lentamente, dejándose llevar.


Le encantaba el terciopelo al tacto, la gente y las voces que hablaban en silencio.