El sol, como cada mañana, se levantaba en Sabana alumbrando los
árboles que daban a los gallineros en donde cientos de gallos llevaban horas
cantando. El calor no había empezado a repuntar, las flores no se abrían
todavía y el aroma a café invadía las calles del pueblo recién nacido, este
Macondo escondido tras las olas enormes que moldeaban las rocas y los sueños de
sus gentes. Las calles sin asfaltar eran testigo de grandes y estruendosas
mulas que sin prisa se dirigían hacia el monte, acompañadas solemnemente por
sus amos. Sondeaban el camino los campesinos montados en sus soberanos caballos
sin montura. Y los más humildes y
madrugadores, los que la inmensidad del mar había corroído hasta convertirlos
en sabios que luchan día a día contra la muerte vestida de Dios impetuoso, los
que llevan la paciencia por credo y bandera, los pescadores.
Estos eran fácilmente reconocibles. Vestían humildemente,
camisetas viejas y pantalones cortos que dejaban a la vista su piel morena y
estropeada por el sol y la sal, piel con grietas blancas, piel áspera como el
más vil metal, piel trabajadora, piel llena de cicatrices, llena de anzuelos,
llena de vida. Caminaban lento y solos, se juntaban en el muelle. Los ojos
hinchados de no dormir, la boca oliendo a café y tocino y el pelo tieso, casi
no hablaban, tendrían horas interminables para hacerlo.
Arrastraban los pies, navegaban mejor que caminaban.
Ya al tocar la arena las fachas cambiaban. Ya no eran estos
pequeños monigotes callados que hablaban casi susurrando, ahora funcionaban
como maquinas de ingeniería, movimientos exactos, palabras precisas, parecía un
vals exquisito de grandes salones vieneses, minuciosos poniendo el sedal, veloces
como rayos desenredando nudos estratosféricos, rigurosos con los aprendices.
Solo este rigor les prepararía para las inacabables horas con Neptuno a su
lado.
Así eran las mañanas en Sabana, nadie se sorprendía, nadie
esperaba otra cosa. Cuando el sol quemaba en lo alto, ya todo había
desaparecido, ya nada parecía real, la orquesta de almas no retomaría hasta la
mañana siguiente, o la otra si la pesca era mala.
Pero entre todo este barullo vivía un hombre, o eso dicen algunos
que era. Para mí era un dios pasado de moda, un vaquero cuyo ganado había sido
expropiado por nuevas generaciones. Antes que el sol alumbrase, antes que las
mulas dejasen sus huellas sobre la tierra, cuando solo los gallos cantan, él
salía descalzo con el peso de una vida de soledad, salía tarareando con
sus voz habanera, una voz que era amargo dolor. Recogía unos carretes y
evitando cualquier mirada se dirigía a la playa que lo esperaba tranquila. Dicen
que al que madruga...
En el pueblo hablaban mucho y de muchos, las ventanas indiscretas
poblaban las casas, los chismes eran, como la ganadería o la pesca, otra
religión. Pero de este viejo ya no hablaba nadie, era menos que nada, menos que
un sueño, que un fantasma, que una rata. Vivía cerca de la playa en una cabaña.
Seamos indulgentes y llamémoslo cabaña... Una cocina de gas, un colchón y dos
sillas, una dentro y otra afuera a la derecha de la puerta. Los carretes
colgados en clavos contra la pared y una cajita llena de puros, un par de fotos
y unos billetes para su entierro, sobre una mesita.
Esa mañana todo transcurrió como siempre, cogió unos cuantos
puros, un par de dientes de ajo para mascar, unos cuantos carretes, la red para
la carnada, las alpargatas y se dirigió hacia la barca. Desde la orilla tiró la
red y fue sacando pequeñas lisas y sardinitas que puso en un cubo. Como todos
los días, se encendió el puro y empujó la barquita sobre unos troncos hasta que
el agua le besó las rodillas. Saltó como si no hubiese mañana y con los remos
se fue impulsando hacia mar adentro.
El mar estaba plano como una tabla, remó hasta dejar el
turquesa del agua y adentrarse hacia la oscuridad del azul profundo. Cansado se
sentó a fumar y a admirar como el mar dominaba ya la tierra a lo lejos, como
las olas lamían la copa de las palmeras por allá, como las gaviotas escoltaban
los primeros pescadores que desenredaban sus redes, prestos a embarcar, como el
mundo, desde ahí, parecía una sinfonía de perfección. Nunca creyó en nada, su
único Dios era el mar.
Con la misma devoción y al acabarse el puro empezó a alimentar los
anzuelos con tiernos "cracs" de las lisas atravesándolos. Tiro los
nylon y solo sostenía la colilla del puro en una mano y un carrete en la otra.
Empezó la hermosa espera de la que solo el pescador disfruta.
Apenas picaban, cogió un par de pargos, un atún pequeño y pasó
horas bajo el sol mascando los restos pastosos de los ajos. Esto lo aprendió de
su padre, decía que limpiaba los dientes y evitaba la sed. Podía pasarse días
enteros con el mismo diente de ajo.
La barca no había dejado de moverse pero el viejo conocía cada una
de las calas de la zona, cada una de las playas, de los islotes, puertos y
pueblos de los alrededores. Se dejaba llevar, no importaba cuán lejos, luego
remaba incansablemente hacia su cabaña. Tenía mil historias, mil avistamientos
de ballenas, tiburones, delfines, incluso una vez dijo haber visto y escuchado
una sirena, tan hermosa que su solo recuerdo limpiaba sus ojos mustios de mirar
el infinito.
Y así siguió el día, un par de sargos, una mabra y un merillo.
Algo sacaría por el merillo, necesitaba más puros. Nada ensuciaba la hermosura
azul, nada escondía la pureza del mar. En la zona todo el mundo remaba, no
había motores que hablasen de modernidad, no había barcos que ensuciasen el
coral. Lo único que había era mar y solo mar.
La vida pasaba y no había dejado de pasar para el viejo, la muerte
nunca le asustó, siempre estuvo ahí, abrazó a su mujer, a su hijo, a sus
padres, él la esperaba con filosofía, casi con amor. Ese día no tenía nada
de especial, todo había salido como era habitual, como venían siendo desde años
atrás.
A veces recordaba las caras que antes miraba todos los días,
sufría en silencio, apretaba la mandíbula para sacar el dolor, para aplastar el
ajo o el puro, lloraba en silencio. Solo veía los ojos inmensos de peces
muertos todos los días. No había besado a nadie en años y moría por sentir la suave
piel de su mujer contra la suya rasgada.
Al cabo de las horas el viejo, que sin querer cerró los ojos más
tiempo del habitual en cualquier ser vivo, se encontró encallado en una roca
cerca de un islote paradisíaco. Asustado por su repentino desconocimiento remo
hacia la orilla. Ya no estaban los peces, solo quedaba el carrete en su mano y
la colilla del puro. La corriente era despiadada y no avanzaba según sus
brazadas. Sintió algo debajo de la barca. Algo grande. Un tiburón pensó. Quizás
era Pancho, un tiburón toro que dominaba una parte del coral, era el único que
rondaba la zona día y noche y no se asustaba con la gente y no se dejaba pescar
por nadie. No era Pancho.
De pronto la barca empezó a moverse desde la roca donde había
encallado hacia la orilla, en línea recta dejando tras de sí una gran estela
parecida a un río, a un rio inmenso, al Aqueronte podría ser. Lo que sea que
estuviese debajo lo transportaba velozmente, era un balsero submarino. Cogió el
plomo del carrete y lo tiro debajo de la barca. Nada. Al llegar a la orilla se
bajó y vio como su barca se perdía en la inmensidad del mar y como la
tranquilidad de la naturaleza lo domaba poco a poco mientras se acostaba bajo
una palmera, puro en mano.
Algunos dicen que fue la sirena que lo llevo
hasta ahí, otros dicen que murió en la mar pescando un enorme pez espada, lo
cierto es que su barca llegó a la orilla, frente a su cabaña, dos días después,
con dos sargos, un merillo, un par de pargos, los carretes enrollados, un puro
a medio fumar y medio ajo sin mascar.