-Lamento que sepas
escribir mi apellido. Que mi cara no le sea indiferente y mis mañas con un
arma, le puedan alarmar. No pretendo asustarte ni que sientas en tus carnes la
perfidia que corre por mis venas, el poder que sacia mi hambre eterna. Porque
sé que ya lo sientes.
Recuperó el aliento, miró
hacia un lado y al otro y volvió a fijar su mirada en él.
-Me has visto una y otra
vez rasgando por dentro el cuero carnoso, el cuero humano. Me has visto ejecutar lo que amenaza lo mío,
corregir con crueldad eso o esos que son “lo mío”, me has mirado a los ojos día a día
durante años, ¿de qué me serviría decirte algo que te asuste? Decirte que vas a
morir, ¿Qué sentido tendría? Dímelo Ray, dímelo.
El sudoroso paciente del
mal respondió con la voz marcada por la muerte que chorreaba su frente, pálida
ya.
-No tendría sentido,
Tony.
Y con el sombrero ya en
la cabeza recogió delicadamente el expresso de la mesa, dio el último sorbo al
café todavía caliente, y se marchó con una palmadita, de sincero cariño, amor,
a esa persona que fue su leal empleado, su leal amigo y que en unos segundos
desaparecerá.
Así era y sería por
siempre el gordo Tony, el genio Tony. Un tío con muchos conocidos.
Desde luego no tenía buen
corazón, pero tenía uno, que además de cuando en cuando se ablandaba con
botellas de vino y cigarros de marihuana que fumaba con religiosidad.
Y voy a retratarlo para
que puedan entender a este amante de la perfección, del arte y del buen gusto.
Mientras vayan leyendo estas páginas, les recomiendo buscar y escuchar “Alligator wine” de
Screamin Jay Hawkins.
Elegía la más gorda,
ancha y transparente copa de balón que había en su despacho, la dejaba boca
abajo justo encima de una vela aromatizada de canela y madera mientras bajaba a
la cava a elegir el vino de esa noche. Subía sin decir nada, fijo en sus
pensamientos, huyendo de la selva de miradas. Se servía el brebaje en una
vasito ligeramente más grande que el de chupito y lo miraba a contra luz. Tenía
que tener el color de la sangre
coagulada ya, que pareciese zumo de mora. Si no lo tenía, tiraba la botella e
iba a por otra. Cuando pasaba el primer examen, lo olía y si su olfato no
dilucidaba las dudas, se mojaba los labios y acariciaba su garganta con algunas
gotitas.
Servía su copa y la
dejaba reposar y respirar en su escritorio.
Sacaba una bolsita de
marihuana, los pelos rojizos brillaban a la luz de la lámpara, el polen volaba
por todas partes, polen rojo, amarillo, incluso azul. Diamantes pegados en una
flor que deshilachaba con las puntas de los dedos y los colacaba sobre una
alfombra de ligero tabaco. Se chupaba los dedos y bebía el primer sorbo de
vino.
Lo acostaba en un papel
de liar y cuidadosamente lamía las puntas y lo cerraba haciendo un cono
perfecto. Con su pluma de oro y rubíes prensaba la punta y quemaba el sobrante
de papel con su Dupont de oro y laca china.
Se levantaba de su
inmenso trono tras el escritorio y ponía un vinilo en el toca discos.
“Pagliacci” de Leoncavallo, interpretado
por Mario Del Monaco. Ahora les recomiendo que como Tony, escuchen “Vesti la
giubba” de la obra citada y por el interprete citado y se fumen un porro.
Con las primeras notas y
las primeras palabras de Mario, quemaba la cima del cigarro hasta que la fumata
blanca se metía por su nariz y cerebro, babeando hasta sentirse volar con ese
payaso que roba las lágrimas de este gigantón que disfruta lentamente,
dejándose llevar.
Le encantaba el
terciopelo al tacto, la gente y las voces que hablaban en silencio.
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