miércoles, 3 de julio de 2013

24. Big daddy

-Lamento que sepas escribir mi apellido. Que mi cara no le sea indiferente y mis mañas con un arma, le puedan alarmar. No pretendo asustarte ni que sientas en tus carnes la perfidia que corre por mis venas, el poder que sacia mi hambre eterna. Porque sé que ya lo sientes.

Recuperó el aliento, miró hacia un lado y al otro y volvió a fijar su mirada en él.

-Me has visto una y otra vez rasgando por dentro el cuero carnoso, el cuero humano.  Me has visto ejecutar lo que amenaza lo mío, corregir con crueldad eso o esos que son  “lo mío”, me has mirado a los ojos día a día durante años, ¿de qué me serviría decirte algo que te asuste? Decirte que vas a morir, ¿Qué sentido tendría? Dímelo Ray, dímelo.

El sudoroso paciente del mal respondió con la voz marcada por la muerte que chorreaba su frente, pálida ya.

-No tendría sentido, Tony.

Y con el sombrero ya en la cabeza recogió delicadamente el expresso de la mesa, dio el último sorbo al café todavía caliente, y se marchó con una palmadita, de sincero cariño, amor, a esa persona que fue su leal empleado, su leal amigo y que en unos segundos desaparecerá.


Así era y sería por siempre el gordo Tony, el genio Tony. Un tío con muchos conocidos.
Desde luego no tenía buen corazón, pero tenía uno, que además de cuando en cuando se ablandaba con botellas de vino y cigarros de marihuana que fumaba con religiosidad.

Y voy a retratarlo para que puedan entender a este amante de la perfección, del arte y del buen gusto. Mientras vayan leyendo estas páginas, les recomiendo  buscar y escuchar “Alligator wine” de Screamin Jay Hawkins.
Elegía la más gorda, ancha y transparente copa de balón que había en su despacho, la dejaba boca abajo justo encima de una vela aromatizada de canela y madera mientras bajaba a la cava a elegir el vino de esa noche. Subía sin decir nada, fijo en sus pensamientos, huyendo de la selva de miradas. Se servía el brebaje en una vasito ligeramente más grande que el de chupito y lo miraba a contra luz. Tenía que tener el  color de la sangre coagulada ya, que pareciese zumo de mora. Si no lo tenía, tiraba la botella e iba a por otra. Cuando pasaba el primer examen, lo olía y si su olfato no dilucidaba las dudas, se mojaba los labios y acariciaba su garganta con algunas gotitas.
Servía su copa y la dejaba reposar y respirar en su escritorio.
Sacaba una bolsita de marihuana, los pelos rojizos brillaban a la luz de la lámpara, el polen volaba por todas partes, polen rojo, amarillo, incluso azul. Diamantes pegados en una flor que deshilachaba con las puntas de los dedos y los colacaba sobre una alfombra de ligero tabaco. Se chupaba los dedos y bebía el primer sorbo de vino.
Lo acostaba en un papel de liar y cuidadosamente lamía las puntas y lo cerraba haciendo un cono perfecto. Con su pluma de oro y rubíes prensaba la punta y quemaba el sobrante de papel con su Dupont de oro y laca china.
Se levantaba de su inmenso trono tras el escritorio y ponía un vinilo en el toca discos. “Pagliacci”  de Leoncavallo, interpretado por Mario Del Monaco. Ahora les recomiendo que como Tony, escuchen “Vesti la giubba” de la obra citada y por el interprete citado y se fumen un porro.  
Con las primeras notas y las primeras palabras de Mario, quemaba la cima del cigarro hasta que la fumata blanca se metía por su nariz y cerebro, babeando hasta sentirse volar con ese payaso que roba las lágrimas de este gigantón que disfruta lentamente, dejándose llevar.


Le encantaba el terciopelo al tacto, la gente y las voces que hablaban en silencio.

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