martes, 30 de abril de 2013

Anexo del editor


Cuando lo conocí sufrí dos ataques directos, su forma tergiversada e inteligente me llenó de admiración y anhelo de imitación. Gran cosa para el que esta figurando, todavía, el principio de su técnica y espera algún día tener una personalidad literaria. Había leído muchos autores ya, había releído cuentos y algún extracto suyo sin percatar gran cosa. Me agarró tarde.  Su culteranismo es para un joven Puer de 18-19 años como un caramelo de fresa posado en el asfalto, deshecho y pegado, para una familia de hormigas. Soñaba con beber mate en cafés parisinos, con escribir a todas horas, borracho de cigarrillos, como hacía Horacio, o, simplemente tener con quien hablar de eso toda la noche. Creé así otra vez un universo tras este personaje, una escapatoria a no poder pintar como el pintaba, con bigotes y sandalias.
 El segundo ataque, que ya apareció  en el primero, eran los temas que trataba, los personajes, las tramas, el realismo mágico con sede en la vieja Europa, lo imposible. Cada vez que empezaba a leerle me divertía  creando yo su historia, inventando tramas extremadamente cuerdas ya que el posicionamiento de sus acciones, escenas,  de sus actos, eran ideales, tenían vida antes de tenerla, eran momentos de premonición en los que la diversión afloraba entre las palabras tergiversadas e irónicas. Con solo media página podías fantasear horas.
Murió 15 años antes de mi nacimiento. Murió años después que su joven amor y junto a ella se enterró. No sabía nada de esa historia hasta que él me la contó.
Un día llegando en tren a la estación Montparnasse en París, venía de visitar a unos amigos y el tren me abandonó a mi suerte. Empecé a caminar en busca del cementerio de la zona. Yo sabía que él estaba enterrado ahí, pero en 6 o 7 meses nunca lo había ido a visitar. Callejeé por uno de los tantos barrios artísticos de París, rodeando miles de teatros hasta salir a una avenida con enormes árboles a su derecha. Entré al cementerio con mi mochila y un libro suyo, regalo de una, en la mano. Durante al menos una hora  Ionesco y Sartre se divirtieron ideando una comedia en cuatro actos sobre mí increíble “patosismo” buscando su tumba. No pude encontrarla, y yacía inmóvil. Si no pasé 30 veces a su lado no pasé ninguna. Me engañó su simpleza, la contradicción flagrante que existía entre este maravilloso  literato y su enorme ego argentino, con ese pequeño lavado de humildad eterno en el que descansaba. Mi gran referencia literaria estaba sepultada bajo una pequeña lapida compartida con un nombre, una rayuelita pintada por admiradores y cientos de tickets de metro firmados sobre un lecho de firmas y algunas rosas. No sabía quién era ese nombre –Carol Dunlop- ni porque dejaban tickets de metro. Me sentí algo decepcionado. Ya sé que no fui el primero en leer a Cortázar, ni el último y mucho menos el que mejor lo conoce, pero aún así fue como encontrar a mi novia con algún compañero de universidad, el típico que se leyó a Kant cuatro veces y jura que las mandarinas jugarán un papel clave en la economía global mientras deja, lo que parecía una mente pensante, hecha un ser caliente que se muerde los labios.
Así que dejé mi billete de tren que ocultaba al menos 10 tickets. Me parece recordar dejarle escrito algo. Solo recuerdo haber puesto gracias.
Todo esto acompañado por una señora que colocaba y recolocaba palitos que había ido recogiendo para formar intentos de figuras sobre la lapida. No tengo ni la más mínima idea de porqué hacia esas formas y luego les tomaba fotos. Estuvimos juntos, callados, durante media hora o quizás más, aguantándonos, queriendo estar solos, traicionados por la fama de alguien al que sinceramente queríamos. Al principio esperábamos los dos que la devoción por Cortázar del otro fuese menor y dejase al otro con su única compañía. Aguantamos hasta cansarnos de esperar. Ella empezó su rollo de los palitos y yo me senté en otra tumba a mirar y a fumarme un cigarro y sentir que Cortázar me hablaba-no fue así- a través del humo. No le dije ni hola ni adiós. Ni a ella, ni a él. Me fumé un cigarro y me fui a despedirme de Gainsbourg que miraba la escena desde lejos, con cara de asco y tarareando. Salí del cementerio en el que Sartre seguía cagado de risa.
Ese día conocí a Cortázar y me lo contó.

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