Las ideas desaparecen en el huequito de la memoria que no
tengo impresa en las retinas. Son un deseo de grandeza humilladas tras cajas y
cajas de cigarros. Son cafés sobre mesas grasosas y de gusto agrio en una ciudad
sucia y vieja. Y lo que el canto del profesor y su sirena decía entre rimas, no
es más que la esperanza de ver coletear en la orilla, casi extinta, la cola
enorme y brillante ahogando sus últimos suspiros. No fue Ulises el que amarrado
logró escuchar, sino mis sueños que sin amarre avanzan moribundos hacia las
rocas en que yacen, expectantes, con los dientes afilados, mis pecados.
Y me llama la nebulosa del cigarro casi filosófico, que
intenta arrastrarme al abismo sin casi resistencia, perdiéndome en las ideas y
viviendo el ajetreo diurno de las manchas en la piel y del chocolate sin cacao
ni sexo. Me pregunto qué será de tus huesos y la respuesta llega como un puño en la nuca, Orfeo me
responde sin piedad, me manda a la mierda con un ida y vuelta y a la vuelta me
espera esperando que espere algo más. Y me derrito entre mi brazo y las cuerdas
que sin tocarlas suenan. Me derrito de vergüenza por haber aguantado tanto, por
desperdiciar mi locura con locos perdidos en la locura de otros y no en la suya.
La incomprensión es el mayor regalo, el tartamudeo una muestra de alma perdida
y de un rayo azul oscuro que todavía ciñe sus puntas hacia donde nos
encontramos. Hábiles hemos de esquivar las diatribas que el dios del desengaño
nos lanza desde su monte empinado y si nos alcanza, tener la humildad de
aceptarla y venerarla para así, de una vez por todas, deshacernos de los
colores de la verdad.
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