sábado, 5 de abril de 2014

Se veía rayado desde sus gafas, muy rayado, como si en vez del cristal, las piedritas hubiesen estado rozando su retina, como si el polvo se hubiese acumulado en su ojo y al limpiarlo con su manga, hubiese dejado un rastro perpetuo de niebla ocular.
Veía mal a través de sus lentes, si, pero veía, y eso, pequeños ratones de laboratorio, es bastante. Le era suficiente a él para ver como se alejaba, como su mirada iba desarrollando más y más menosprecio, como su piel rechazaba el contacto de la suya. Pero sobre todo le permitió ver esa única mirada, esa enorme mirada que a todos nos llega, un monstruo minúsculo que podría acabar con sociedades enteras de ser descifrada y ampliada a tamaño cíclope. La mirada que sorprende tanto al que la produce, como al que la recibe. La mirada que dice por primera vez “ya no te quiero”. Ojito porque es fértil, aunque desaparezca, una vez que nació se repetirá, aunque mucho menos espectacular.
Pues él, con sus gafas reventadas, vio esa mirada, la vio dura y oscura, la vio propulsar sus piernas y huir corriendo, olvidarla, quizás asesinarla.
Al ponerse lo cascos y retumbarle la cabeza al ritmo de cualquier acorde recomendado empezó a volar por las calles, planeando por las aceras sintió que el caminar era el único alivio, el único pensamiento valido en esos momentos. Se olvido de esos ojos que no amaban ya, de las cabras que lo miraban fijamente, de los hurones y de los sabuesos.

No solía ser una persona pasional, de hecho, odiaba tener que sentir en serio, prefería hacer una broma tonta y esquivar el conflicto real. No era la clase de persona que se va. Pero se fue. Se fue para no volver. Y absorto en el pensamiento único de la soledad, se cruzó con un amigo, un amigo de sus primeros años de colegio, un pecoso y revoltoso niño que lo llevo a mas castigos que risas y aún así fueron muchas las risas. Se abrazaron, hablaron y este lo invito a su casa que daba una fiesta. Y así terminó.

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