Se veía rayado desde sus
gafas, muy rayado, como si en vez del cristal, las piedritas hubiesen estado
rozando su retina, como si el polvo se hubiese acumulado en su ojo y al
limpiarlo con su manga, hubiese dejado un rastro perpetuo de niebla ocular.
Veía mal a través de sus
lentes, si, pero veía, y eso, pequeños ratones de laboratorio, es bastante. Le
era suficiente a él para ver como se alejaba, como su mirada iba desarrollando
más y más menosprecio, como su piel rechazaba el contacto de la suya. Pero sobre
todo le permitió ver esa única mirada, esa enorme mirada que a todos nos llega,
un monstruo minúsculo que podría acabar con sociedades enteras de ser
descifrada y ampliada a tamaño cíclope. La mirada que sorprende tanto al que la
produce, como al que la recibe. La mirada que dice por primera vez “ya no te
quiero”. Ojito porque es fértil, aunque desaparezca, una vez que nació se
repetirá, aunque mucho menos espectacular.
Pues él, con sus gafas
reventadas, vio esa mirada, la vio dura y oscura, la vio propulsar sus piernas
y huir corriendo, olvidarla, quizás asesinarla.
Al ponerse lo cascos y
retumbarle la cabeza al ritmo de cualquier acorde recomendado empezó a volar
por las calles, planeando por las aceras sintió que el caminar era el único
alivio, el único pensamiento valido en esos momentos. Se olvido de esos ojos
que no amaban ya, de las cabras que lo miraban fijamente, de los hurones y de
los sabuesos.
No solía ser una persona
pasional, de hecho, odiaba tener que sentir en serio, prefería hacer una broma
tonta y esquivar el conflicto real. No era la clase de persona que se va. Pero
se fue. Se fue para no volver. Y absorto en el pensamiento único de la soledad,
se cruzó con un amigo, un amigo de sus primeros años de colegio, un pecoso y
revoltoso niño que lo llevo a mas castigos que risas y aún así fueron muchas
las risas. Se abrazaron, hablaron y este lo invito a su casa que daba una
fiesta. Y así terminó.
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