Eran las 6 cercanas a las
7, la hora sexi del día, cuando la luz
agrada a las gentes, remueve arrugas, adelgaza nalgas, estriñe pechos y le da
ese aire de rey de España, pinta su barba de rubia, y refleja de rayos rosas sus ojos verdes. Lo sabía, y aprovechaba cada momento de estos fantásticos minutos
mirando cual perro que no ladra los sexos madrileños. Estos eran puro placer,
placer revocable e infinito, placer de muecas, de gemidos, de curvas, de la
suavidad de una caricia, de pieles rebosantes de sol acomodado, de la
incapacidad de volver a verlas. Alguna cayó, seguro.
Una vez despachada, rugió
el ego aplastado. Se miró al espejo y con la erección mantenida corrió a lo
largo del apartamento ruidoso tocando el techo con las palmas y creyéndose por
fin digno de este mundo. Esto se repetía
con cada conquista, con cada paja vespertina, cada imagen podrida de sudores y
rencores apagados con la fuerza de una cadera que iba a hacer daño, de compostura perdida.
Salió y sin dejar de
mirarlas tomó asiento cerca de la salida del tren. Justo en frente, a su
derecha, posada contra el crista,l se regocijaba de su belleza y mojaba sus
labios con gotitas minúsculas de perlas de su boca, una joven. Sus ojos claros
rivalizaban con el moreno de su piel, sus manos, dignas de un héroe, parecían
provocar en él sus mayores deseos, su ansia de querer, su padre de familia, su corazoncito
encogido de tanta bestialidad.
Esta lo miró y como dado
por hecho este rechazó la mirada con un movimiento nervioso y miedoso hacia su
ventana. Nada era cierto, no podía osar
mirarla, pensar en hablarle, soñar con besarla, rogar por tocar la uña que la
une con el mundo, su mundo.
Quería ser otra vez el
mismo, pegarle con cada palabra y enamorar sus sucios pensamientos enlazándolos
con los suyos propios.
Se levantó, se fue. Con
una miradita castigo su falta de valor y siguió paseando su figura por el andén
despavorido de tal belleza.
Se sentó a su lado otra
chica, pasable, de caderas un tanto pasadas y con cara de muchas camas pese a
su evidente inocencia. Chica de poco valor para decir que no, acomplejado ángel
moderno con una madre que ruega a dios por la seguridad de los condones. Con
tres bromas y dos miradas se la llevó al baño del tren y pagó el error crucificándola
contra el váter y huyendo al acabar. Se bajó en la siguiente estación y esperó, regocijándose
de su venganza, el próximo tren.
A la media hora, camisa
abotonada hasta arriba, peinado cual señorito, bendijo la mesa rectangular
poblada por su enorme y fina familia. Los niños lo besaban y jugueteaban con su
pariente. El “bueno” para los más mayores, el “mejor” para los más pequeños.
Así era. Ni gota salía por su boca. Amén dijeron todos.
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