domingo, 22 de julio de 2012

Gabriel


Sentí los pies deslizarse sobre el colchón pegajoso, el colchón manchado, ensangrentado de historias cubiertas por las sabanas sudadas de grasa y rencor. Sentí como me dejaba llevar, las hojas despertando en su polvo con el viento las cortinas excitadas por el calor de mi cuerpo.
Los minutos clavados me levantaron y recordaron la simple tarea que tocaba. Me duché pero no me lavé el pelo para que las gotas se deslizasen sin rastro. Me peiné, raya al medio, lavé los dientes y vestí como el que sabe que esa ropa le acompañará de por vida en su memoria tildada por la magnitud del acto.
Comí poco, me miré al espejo y de la figura escuálida de en frente reconocí mis ojos tristes. La barba y mi sonrisa poseían ya al muerto venidero, el estertor de sus pulmones vaciándose ante mi mano rompedora. Me gustó la idea. Sonreí más. Salí dejando un portazo tras de mi.
Caminé todo el largo del camino, el sol desaparecía mientras el frío entraba por mi chaqueta de piel de cordero, el viento helado paralizaba mis gestos asesinos, mi mente congelada se asfixiaba con cada paso.
Llegué al portal, saqué un cigarro que sujetaron mis labios temblorosos. El ruido de la piedra me recordó que iba a matar, el ruido del portal echó mi cigarro al suelo y al caer y esparcirse la ceniza, mi cuchillo se clavó en el centro del pecho haciendo rebosar de gritos su boca cerrada por mi mano. Derecha izquierda y arriba abajo, mi arma clavada escupía chorros de sangre fresca y negra, sangre aromatizada por el perfume que de su cuello emanaba. Rojo de vergüenza y muerte desaparecí por el callejón que me vio renacer, del callejón empapado por mi ira suculenta y traviesa.

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