miércoles, 31 de agosto de 2011

Nevado


La ventana dividida lloraba el frio de afuera y el calor de adentro. El llanto impedía a los pequeños copos de nieve ser vistos desde el interior. La suciedad se escurría al compás del agua que inventada corría y desaparecía en forma de misterio.
Los copitos caían desde hacía una media hora, la felicidad inexplicable de todo ser humano con la nieve hizo que el joven se escapase de su casa y se propusiese caminar bajo la pequeña capa que flácida se formaba ya bajo sus píes. Caminaba distraído, dejándose llevar por el delicioso sonido de sus botas chocando con la masa inerte y por la única hilera de pasos que pintaban la reluciente nieve. Eran unos pasitos como de la talla 38, y él los destruía con sus gigantes botas del 46. Se divertía mirando para atrás y hacía delante, viendo como las huellas de aquella persona desaparecían ante la déspota dictadura de su paso militar.
Sonreía y disfrutaba del viento glaciar que chocaba contra su bufanda y se redirigía a sus cachetes rojos. Las deliciosas estrellas que caían, se derretían al tocar su cuerpo o sus lentes. Por lo que cada 15 o 20 pasos tenía que pararse, dejar su barriga al descubierto, para limpiarse los vidrios con las capas inferiores de su ropa que permanecían todavía secas. Nada le era más molesto ni sagrado que ese par de lentes rayados que eran a la vez su conexión con el mundo y su más delicada debilidad. Se mojaban y le impedían pisar con precisión las huellas. Brincaba sobre obstáculos, se resbalaba, pero seguía los pasos en el suelo con enorme dedicación. Pensó en la persona que había tras aquellas hermosas  marcas en la acera. Dedujo, o quiso deducir, por el tamaño y la sutileza de las formas, que era una mujer. Una mujer delicada, por los pequeños pasos, liviana, por lo superficial de los sellos en el piso. Empezó a estudiar a la chica. Primero pensó que debía ser joven, esquivaba los obstáculos con gran lucidez y sin pararse apenas. La piel suave, morena, espectacular, sencilla. Era decidida y no tenía prisa, posiblemente, como él, estaba paseando y disfrutando de la recién caída nieve. En un momento vio como se paró ante un afiche publicitario de una sesión Jam de jazz o de un mitin de la extrema derecha. Ahí tuvo que decidir qué camino tomar, se lo apostaba todo a una carta. Decidió seguir soñando con ella y eligió el concierto de jazz, pese a la dudosa reputación del grupo.
Se la imaginaba hermosa, con una bufanda negra, castaña de pelo, con un gorrito negro en el que se posaba, amablemente, un pompón peludo y separado del gorro por un hilito del mismo color. Era de una simplicidad sabrosa, la gente disfrutaba con la sola entonación de su sonrisa despreocupada, era de abrazos fáciles, como él, saltaba y gesticulaba mientras gritaba algún oportunista pero genial pensamiento. Cada vez la pintaba con mayor claridad, se la imaginaba en cada una de sus tareas diarias, se iba encariñando, quizás, hasta enamorándose. Se llamaría como quisiera, pero en su boca parecía que las letras corrían una a una sobre la arena y acababan bailando sobre el transparente mar de la felicidad.
 Cuando ríe y sus cachetes toman el vuelo hacia sus ojos, parece perdonar a la humanidad, parece redimir los pecados  nuestros y los ajenos, parece querer desaparecer de la tierra para dirigir con su belleza el paraíso. Temblarían sus manos al agarrar las suyas y besarlas, le temblarían las piernas en el primer beso y susurraría, melódica, la terrible perfección de las estrellas cobijándolos en ese abrazo que los uniría para siempre.
 Debía brillar el sol en su adorable cara, debía devolver a sus ojos el calor de esos rayos tímidos de invierno y enardecer cada copo, puro y blanco, de nieve que cayese. Sus ojos eran profundos y marrón oscuro, su sonrisa melódica acompañaba a la perfección a sus dientes que sin quererlo  morderían cuidadosamente sus labios al besarla. Iría de negro, con un abrigo largo y tejido a mano, con un pantalón ajustado a su perfecta cadera, que enloqueciéndolo, se trasluciría dejando a la vista sus angelicales líneas.
 Los colores empezaron a gobernar los ojos del joven, su pecho empezó a vibrar irregularmente, la respiración se le trancaba y su cabeza daba vueltas por la falta de oxigeno que esta le provocaba. Se había dejado llevar como muchas otras veces por fantasías rupestres, pastoriles. Aunque esta era diferente, era de una realidad insultante, sentía sus dedos entre los suyos, sentía su aliento calentando sus labios secos, escuchaba su voz y besaba con los miedos sus oídos.  
Por último tendría unos zapatos negros deportivos del 38, de hecho, estarían mojados, con la punta blanca y flotando en la nieve dejando el hermoso rastro de este encuentro. Hermosos tesoros hipotérmicos que permitieron que naciera el amor en una tarde nublada. Soportarían el hermoso peso de la bella figura que le robo el alma al joven durante unos minutos y durante una vida, soportarían la responsabilidad de haber unido en sagrado amor a dos personas que se amaban antes siquiera de conocerse, que se soñaban al caminar solos, que se buscaban sin descanso en cada ciudad que visitaban.
Las conversaciones volvían, su sonrisa paseaba ya sin pudor, desnuda, por los ojos del paseante que sin quererlo se vio atormentado, tropezándose y deslizándose sobre la capa cada vez más profunda del colchón blanco. Las huellas eran cada vez más escasas, se rellenaban con el paso del tiempo y de los copos que asesinaban poco a poco la figura de su reciente y verdadero amor. La última huella perceptible quedaba al lado de un banco, se agachó y con sus dedos rodeo la silueta de esta y diseñó de nuevo las marcas de las suelas que ya estaban grabadas en su cabeza de memoria.
Se levantó mirando a esta y se sentó en el banco, dejando que su mente besase una y otra vez a su hermosa estrella mientras a lo lejos, un pequeño pompón negro saltaba de paso en paso, siguiendo el rastro de unos pasos que acababan en un banco ligeramente nevado en donde reposaban unas botas del 46.  

No hay comentarios:

Publicar un comentario