domingo, 27 de febrero de 2011

Carta a una que quise

Sigo aquí, la belleza extinta y los besos perdidos, pisados y olvidados. Sobre una cama blanca y sucia le escribo a esa que amé una vez, que amé dos o tres veces más sin saber si la amaba, pero que solo cuando las sabanas volvieron a deshacerse y mis días a desaparecer tras cerveza, vino y cigarrillos, se dignó, la luna, pretenciosa, a bajar y explicarme que tu vuelo era escaso y me era prohibido. Solo en ese extraño momento cuando la madre de las madres me empujó a mi conciencia, me di cuenta que te amaba y que te olía allá donde se creó el amor y del que muy rápido fui expulsado. Que no me digan que era joven, o que era demasiado viejo, simplemente llamen estúpido y desnutrido al pobre corazón que poco a poco fue engordando su repertorio e historial y que hoy dejado de todos se despide uno a uno de sus amigos y amores. Y tú fuiste quizás mi primer amor y por eso te escribo ahora, sin pensarlo y sin creerlo, después de tantos años y tantas desdichas, simplemente siento en este papel arrugado y junto a ese sobre virgen. Sudorosa me enseñaste las verdades de la cama y susurraste palabras hermosas tras noches en vela. Me despertaste temerosa de hermosas pesadillas sin ti y acompañaste los más bonitos sueños de mi juventud junto a hermosos días y hermosas horas de soledad reencarnada. Nunca te di las gracias y no será hoy que te las dé, huiste y me dejaste solo con la pretenciosa, me dislocaste el alma adolescente y me demostraste que mi felicidad es tan frágil como un púgil triste y considerado. Yo no lloré, esperé toda mi vida a estar solo en la enfermedad para soltar uno a uno los dolores que me aquejaron durante la vida, que me infectaron, bastardos y me dirigieron a lo que fui y a lo que seré en la inmortal muerte, en los dulces caminos de un valle sin almas y de animales enraizados.

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