domingo, 20 de febrero de 2011

Carta a un asesino que no me mató


Una voz ronca acurrucaba mi velada, era de noche en todas partes, un eclipse mundial apareció y ocultó el sol y sus subalternos. Las farolas cansadas por días de oscuridad y trabajo extra se apagaban con el paso de invisibles diablos. La voz ronca se sobresaltaba con tambores y guitarras electrificadas por sentimientos y duendes bailarines y artísticos. Yo estaba solo y tu apareciste bajo una fuente de luz, te sentaste bajo ella acompañado por alguna compañía.  No parecía cambiar nada en el triste vagón, pero todo cambió ese día, el día en que el destino varió sus gustos y decidió, soñoliento, cambiar el rumbo de los vagones y de sus vidas envagonadas. Los tambores seguían inalterables en mi cabeza y las estaciones acompañaban, seguras, el mito del tiempo, apareciendo cada dos o tres minutos, apaciguando la maquina y dejando escapar a los que en ella quedaban. A mi lado, un viajero tranquilo escuchaba música y miraba por la ventana escapando de mi mirada y de la tuya, que de vez en cuando se posaba en nosotros. Así pasaron minutos y minutos, mi mirada tranquila empezó a huir a otros países u otros mundos que no me deparasen tales suertes y tales propósitos. Ahí fue cuando apareciste, prendiéndote un cigarrillo y posando un ojo en mí y el otro en tu horrenda compañera. Tal vez leíste mi mente o tal vez fue ella, demonio disfrazado de demonio mal vestido, pero te dirigiste directo a mi asiento y con una mezcla de desidia y obligada pasión de tu profesión, sacaste un revolver y me apuntaste certeramente al mismísimo centro de la sien. Los tambores dejaron paso a un pesado blues que decía algo así como “I’m bad like Jesse James”. Pero ciertos irónicos paralelismos en forma de ronroneos y gemidos me obligaron a deshacerme de John.
Me dijiste claro y alto, “Te tengo que matar.”
“¿Porqué?” te respondí.
“Porque soy una asesino.” Respondiste lógico ante mi estúpida pregunta mientras pisabas el cigarrillo.
Tus ojos no poseían maldad alguna, ni siquiera odio ni rencor ni nada. Estaban vacíos. Pero no disparabas, parecía que tú escuchabas ahora la canción, te divertías de verdad esperando mi respuesta. Habías, una y otra vez, escuchado respuestas por el estilo y la novedad te inspiraba a buscar nuevos retos. El revólver empezaba a bajar y a subir como si de unos dedos sobre una guitarra se tratase. Tus rodillas empezaron a flexionarse y la rítmica empezó a ganar tu cuerpo entero.
“No puedes matarme” te dije.
“¿Y eso?”
“Porque hay cámaras y está el señor este mirando.” Dije señalando al hombre que en realidad seguía distraído con la ventana.
“No me importa, ya te dije, soy asesino, ellos lo entenderán”
“Bueno, okay, y ¿porqué no lo matas a él? Está peor vestido, nadie lo echará de menos. Además yo no voy a testificar si lo matas a él en vez de a mí, ni lo conozco.”
Tu concentración había vuelto a otra cosa pero vi que tu dedo casi aprieta el gatillo. Lo peor de todo es que todavía me quedaban cuatro estaciones.
“¿Ya quieres morir?” replicaste aburriéndote.
“¿Y mi mamá? ¿Y mi papá, hermanos, sobrinos y abuelos? ¿En serio no te importa nada? Te los puedo regalar si me dejas vivir. Son personas entrañables, hasta el más pequeño tiene historia. Si yo te contase… mejor se lo dejamos a ellos y así te divierten por lo menos unas semanas.”
Ahí todo cambió, tu mirada se llenó de algo, tu mirada empezó a hablarme, a hablar con todos y con todo y yo creí escucharte, responderte. Pero yo ya no te importaba. Como conmovido bajaste el arma y te diste la vuelta entre una ligera niebla que apareció. Miraste al negro de al lado y volviste apresado por algún tipo de conciencia, o dios sabe que, al lado del demonio que se levantó, te escupió y esperó la siguiente parada para bajarse del tren. Empecé otra vez a escuchar la canción, esta era otra, hablaba de un pueblo cansado o algo así. Miré al negro y vi como una lágrima brillaba por su dulce y oscura nariz y se escondía, saludándome, en sus potentes labios. Ahí te fuiste tú, detrás del bicho ese, seguramente le contarías lo que yo te dije, pero en el fondo los tres sabíamos que mis historias familiares no te hubiesen divertido más que un par de días, o quizás tres.
Así llegamos a la última estación, la mía, nos miramos el negro y yo, sonrió, sonreí y pensé en ti, asesino que nunca me asesinaste, asesino maldito por el demonio y que se conmovió con la lágrima de un dios. Gracias.

No hay comentarios:

Publicar un comentario