sábado, 29 de enero de 2011

Se salvó

Este es un extracto de una historia que escribí hace unos meses. Sientan estas dos páginas como si fueran independientes a un todo. No busquen el sentido ni la historia, se desviarían de lo importante.  
Así llegó a su casa, cabizbajo, con dolores en todas partes, con la certeza de que la muerte nunca lo dejaría tranquilo. Se sentó en su sofá y con una ojeada verificó que su apartamento de 25 metros cuadrados estaba como lo había dejado, que la biblioteca seguía acumulando polvo, que los libros de su madre seguían ocupando el mismo espacio que años atrás, que los retratos de fotos estaban posados boca abajo, que su cama seguía desecha sin almohada, sin sabanas, sin nadie que la ocupe. La luz, de un anaranjado tenue, alumbraba, o intentaba, la habitación que componía no sin asombro de algunos la casa entera. La cocina era muy pequeña, la encimera parecía marrón oscuro pero bien podía haber sido blanca en otra década. La cocina era de gas, aunque hacía un año que no se encendía.
Todo, todo en aquél apartamento hacía presagiar el estado de su dueño, un estado en el que nada ni nadie puede penetrar ni adoptar la más mínima importancia.

-Estoy jodido.

Con una media sonrisa, mitad ironía y la otra mitad vodka, pronunciaba estas palabras que si no eran su réquiem, si parecían dichas por algún oráculo.
Ya no miraba el techo, deshecho, todo en esa casa le hacía mirar hacia abajo, como si una mano le jalase el pelo para que no puediese andar erguido. Miraba el piso, sucio, lleno de tierra. Todo lo que este veía era tierra. Lombrices, raíces, muertos. Imágenes horrorosas como rayos de luz se reflejaban en cada grano de tierra, piel, manos, huesos, transformaban sus ojos en la más horrible de las historias.
Intentó incorporarse, una fuerza se lo impidió. ¿Tanto te pesa la miseria y la desesperación?

-¡¿Qué hago?! ¡Dímelo! Soy un perro porque tu así lo quisiste, humíllame, húndeme en tus carnes y haz de mi lo que quieras, no encontraras resistencia.

La rabia le dio la fuerza para levantarse del inmundo sofá. Esa misma fuerza lo impulsó hasta el suelo sin que sus manos pudiesen reaccionar.

-Tómala, es tuya, mi sangre ya no es mía, te la doy, te doy todo mi cuerpo como sacrificio. Ya te los llevaste, ahora llévame a mí.

La sangre no dejaba de correr por su cara, no dejaba de salir de sus cejas e inundaba su camisa tormentosamente. Los huesos parecían querer huir de esa transparente piel. Cada uno de ellos parecía gritar, parecían estar esperando un final ya contado. Su rostro todavía poseía la belleza de su edad pero su expresión, su mirada llena de ira y muerte lo hacían terrorífico, espeluznante.

-¿Qué haces viejo? No juegues conmigo, no voy a escapar, soy todo tuyo. Un soplo de viento acabaría conmigo. Termina lo que un día empezaste.

Un vaso yacía a su lado, se volvió a sentar en el sofá y bebió lo que su maltrecha garganta quiso. Uno, dos, tres tragos le acercaron un poco más a esa noche. Agarró un cigarro del suelo y se lo encendió. El primer tiro le recordó ese rostro, desalmado, vació. Siguió fumando. Entre el humo veía una cara, tierna, incluso bella, con unos ojos llenos de nada, ojos del que supo ya no podía salir. Ojos del que las lágrimas ya no corrían. Eran los suyos. Un suspiro borró la imagen y la convirtió en viento.  Así siguió mientras las imágenes se iban confundiendo con los restos que incendiaban el hogar.

-Ahí está mamá, sentada, llorando, sujetando con una mano sus cabellos. Si, hermosos, teñidos de rojo, sudorosos de dolor. Y que hermosos eran, y como mamá los sujetaba, cuanto amor y cuanta ternura albergaban esas manos. Mamá, cuidado, no te manches la camisa, te la regalamos, él y yo. Fuimos juntos a comprártela, con Papá. Eres la más bonita, todo te queda bien, incluso esa camisa que un día fue amarilla y que hoy es roja, te queda bien. Mamá, te quiero, yo también estoy acá, debajo de la mesa, ni me miras pero sé que sabes que estoy. No quieres que me vean. Mamá no llores, se está haciendo el muerto.

El dolor no lo dejaba pensar, el alcohol le pedía recordar, le rogaba que recordase, le traía una a una las imágenes del último día en que su vida fue vida. De entre el suelo lo recogió, era él, su hermano, fuerte, vigoroso, pesado. Pesado, dios mío cuanto pesaba. Nunca imagino que pesase tanto, se lo quitó de las manos ensangrentadas de su madre. ¿Tanto pesa la muerte? Le limpió la cara con su pulgar. Le dio un beso, en esos ojos sin mirada, sin vida, en esos ojos casi cerrados que él se encargaba de abrir.

-Despierta, ya se fueron, despierta por favor. Creo que a mamá le pasa algo, me tapé los ojos cuando se acercaron y mama ya no respira. Le ensuciaste la camisa. Vamos a tener que comprar otra.

Sus ojos empezaron a cerrarse, el cansancio y la bebida empezaron a hacer efecto. Su hermano y su madre volvieron al suelo. Él poco después cayó en la tierra de su apartamento. La cara marrón y roja con intervalos azules, sus ojos que todavía brillaban. Ya no.
Se durmió.
El olor a café lo despertó, una voz dulce le hizo abrir los ojos.
 -¡Mamá!
 Con euforia se levanto a abrazarla, de pronto se tropezó con lo que parecía un cuerpo, era todavía de noche u otra vez de noche. Hacía calor, mucho calor. Ya no podía respirar. Fue a abrir la ventana. La luna brillaba hermosa. Blanca y pura lo llamaba. Pudo por fin respirar, y respiró, respiró, respiró…

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