Eran cuatro paredes, sólo cuatro aunque pareciesen miles,
eran minutos aunque parecían pequeñas vidas sin visado, era un espacio cerrado
que daba a la calle, desde abajo, como se mira al cielo, un espacio blanco en donde se vivía como nunca,
donde la comida era deliciosa, los miedos inexistentes, éramos y nada más. Las
sonrisas colmaban nuestros ojos y los transportaban a los sueños, los sueños
nos acercaban al cielo y el cielo eras tú.
El sol brillaba afuera pero dentro hacía fresco, para
arroparnos mejor. Despertaba con frío y yo ahogaba el frío en su piel, éramos
enemigos porque ambos queríamos ser dueños de sus poros y gané yo durante un
tiempo. Pero contra el frío poco hay que hacer y la hipotermia se acercaba
vertiginosa. Es curioso como esos ojos acabaron pareciéndose a un glaciar
hermoso e imponente, azul y transparente, olvidado por la mente, en el que
entrar te lleva a la muerte.
Eran cuatro paredes pero la luz la poníamos nosotros. Los
espejos eran el reflejo que brillaba desde las mañanas hasta las noches en que
de un abrazo nuevo no huías a ninguna parte sino dormías, profundamente, porque
los problemas son ajenos a Juande. Así se llamaba esa porción de paraíso, subterráneo,
tan subterráneo que ni el mismo Kerouac habría dibujado mejores curvas en
Mardou, esa negra bella, esa negra que quiero que sea mía. Pero al igual que
para Keouac, Mardou no es de nadie.
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