Amaneció. Los pájaros cantaron. Los primeros peatones se
cruzaron con los últimos. Dicen que en algunos lugares no muy lejanos había
tormenta de nieve. Solo tenía un poco de frío pese a todo. Horas más tarde me
desperté.
Ya era hora de irme, me despedí y me fui cargado con el despertar
de la soltería y un dolor de cabeza tremendo que, por experiencia, me iba a
acompañar todavía un rato. Mi cuerpo aguantaba como un titán, le podía echar a
las espaldas un par de fiestas más, un par de tonterías más. Una ligera
llovizna clavaba gotitas en mis lentes, mojaba mis mofletes helados formando
estalactitas en mi barba y nariz. Escuchaba de repente una guitarra, empalmar
suave y segura, invadiendo el silencio de la calle mojada, abrazar su sólo con
una voz tosca, creo que de hablar con tanta gente. Entre los nubarrones y el
frío de la ciudad fui caminando y decidí gastarme mi último euro y medio en un
café. No fue el mejor café que he tomado, se pasaron con la leche y yo con el
azúcar, pero me dio un par de minutos muertos para pensar otra vez en ella.
Deseaba que me escribiese ya saltándose la costumbre, deseaba desearla como la
deseaba, susurrar nuestros males en mares bulliciosos de sudor espeso. Quería
que fuese mía y dejar de compartirla. Llevarla de la mano con la frente alta
como el resto de cretinos, pagar el cine “porque si” para ver una película
“porque si” midiendo nuestro poder con la compra del combo de la cafetería.
Intenté no remover el fondo de azúcar de la taza, el campo de caña
que había plantado por equivocación en mi bebida, pero fue inútil, el último
trago me supo a rayos. Me levanté y ante la larga caminata que todavía me
quedaba, me saqué un cigarro para olvidar el azúcar de mi lengua y seguí
pensando en tener algo serio otra vez, de abandonar el celibato con aquél
bombón. Y fue de nuevo ese último trago de café, dulce como los putos ángeles
pero con un fondo de la inalienable amargura del grano de origen africano, que
me solucionó el dilema.
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