jueves, 6 de diciembre de 2012

8. Una hora en mi vida.


Me desperté con los pies helados de caminar las calles descalzo, humillado y con vendas en las manos. Caminé calle abajo adentrándome en la memoria colectiva y vi como se reescribió la historia de mis zapatos omitiendo la desgarradora verdad de nuestro vandalismo oportuno y como nos creímos todo, como la noche anterior buscábamos sexo o pelea o en su defecto alguna droga que nos hiciese olvidar, un momento, la atenta realidad que pesaba sobre mi. 
Me senté en un banco y para el clamor y felicidad popular les diré, si, con un cigarro, porque los fumadores somos raras bestias, que hagan lo que hagan, fuman. Ya lo verán. Pero además con los días de espera que quedaban, las horas conmigo mismo que venían, la soledad, ya no la melancólica que tanto me enseñó. Se sentó a mi lado una silueta que sin inmutarme sentí, sin mirar supe que era mujer, el perfume me atravesó las narinas desacostumbradas al agudo resquemor de olores tan delicados. Me pidió fuego. Se lo di.
No la miré hasta que su “gracias” quiso llamar mi atención. La miré, me estaba mirando, quería que le hablase. Cuanto tiempo… no me acordaba lo que eran esas miradas interesadas, esas miradas remolonas que buscaban conversación. No sé si era el vino de la mañana pero esta chica era hermosa. Rondaba los 24 años, pómulos suaves, carnosos, piel oscura y ojos profundos color miel de azahar que sin saber por qué atrapaban y te hacían querer arrancarte un pedazo de ti el más grande. Tenía el pelo oscuro y rizado y me hablaba casi con susurros, con una voz tan dulce que su perfume pasó de embriagador a mera especia. Estaba inclinada hacia mí esperando respuesta. Sus ojos se clavaban en mí y la torpeza del que no está acostumbrado me invadió. Las palabras se cortaban como hielo seco, el calor de mi cara dio paso a una tez rojiza insólita en alguien que odia al mundo y pasa sus días bebiendo y fumando gracias a una triste herencia, en alguien que no espera nada de nadie. Sus pechos sobresalían en un chaleco gris, sus vaqueros dibujaban unas piernas largas que llegaban hasta sus zapatillas de deporte que hablaban de humildad. Quizás no se dio cuenta de mi estado, quizás vio al abogado que hubo un día en mi o a ese Dostoievski, Baudelaire o Hugo de mi adolescencia. O puede que fuese Cortázar…
Las palabras salieron e inundaron su cara de una belleza indescifrable llamada sonrisa y a un nombre, Isabel, que hizo que en mi boca pareciese un insulto, una broma de mal gusto. Me habló de ella, de su pasión por la gente, yo le hablé de mí, de mi caída a los infiernos, de mi familia, de mis ex novias, de mis ex amigos, vamos, de mi ex vida. Pero también le hablé algo de mi vida. 
Pasó una hora en las que me invitó a un par de cigarros y a un trago de agua y un sándwich. Compartió la misma botella conmigo… Me creí en el cielo.
Se levantó, me levanté, me dijo que le había encantado conocerme, que vendría la próxima vez a este banco a ver si me veía y volvíamos a hablar un rato. Me dio dos besos y mi barba de pronto olía a ella…
Se dio la vuelta, y ahí inmenso e intimidador, en su chaleco, una cruz roja dominaba su espalda. Tanto así que ni me fijé en su culo, culo que ya nunca sería mío, la bajada a los infiernos había sido real y este cielo momentáneo, una mera asociación benéfica creyendo ayudarme.
 Otro cigarro y a por vino. 

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