lunes, 22 de octubre de 2012

Fritura colonial


Empezaron a caer unas cuantas gotas, el cielo llevaba nublado un par de días y por primera vez sonrojaba a la tierra con el tacto del agua. Muchas fueron las voces que gritaron de emoción, las mujeres que trapos fuera, deshicieron sus maletas y se postraron al son de las caricias del cielo.  Las presiones se acabaron, el vacio de los campos y de las mentes agredidas había dejado paso al fresco aroma del otoño tardío.
Y entre tanto, muy lejos de donde las gotas caían, la radio encendida, pijama de corpiño de talle alto y lupa en mano, un niño jugueteaba en una gran terraza, llena de mierda de perro y del silbar auténtico de coches atrapados en el tiempo. En la habitación contigua se pudría un hombre dejado a remojo en su propio sudor en un sofá. Se oía desde la terraza la represión sufrida por este extra, tremendas peleas entre la cocinera, la madre, y la sutil imagen que pasaba los días ocultando las malas pastillas, el padre.
Era tarde de dominó, el único atisbo de vida, los únicos gritos avivados por eléctrica aguardiente, los únicos golpes que revivían el alma dormida de penes inservibles el resto del tiempo, la pasión que se traspasaba horas más tarde al dormitorio y a la fuerza bruta.
 Una sola bombilla alumbraba la mesa con los cuatro bebedores de primera. Las pieles oscuras brillaban intensamente, los labios bailaban y hacían bailar las palabras de la cultura inhóspita del alcohólico, de los parásitos que de no hacer nada, se convirtieron en filósofos a la espera de un buen editor.
La noche pasaba entre los grillos silbones y el calor húmedo que imposibilitaba las noches deshidratadas. El niño jugueteaba solo como siempre, robando colillas de cigarro, restos de cervezas o cubalibres y huyendo entre la maleza para ingerir el botín siempre de golpe. A veces aparecía el hijo de uno de los negros, Domingo, pero el alboroto era tan inaceptable para los padres de cupón, que procuraban no hacerlos coincidir.
Ese día toco cubalibre, dos cigarros, media lata de cerveza y un cigarro que olía maravillosamente bien. Se retiró cerca del río y se sentó a ver la corriente pasar.
Bebió todo de un trago y fumó atragantándose con convulsiones controladas. El cigarro aromatizado lo dejo planchado en la orilla levantada. Se dejo invadir por el chirriar de los millones de insectos que lo rodeaban, por los gritos de los monos a lo lejos, el aletear de los murciélagos que nerviosos cazaban y acallaban algunas de las voces de la noche. En la selva nunca estas solo, eso lo aprendió desde muy pequeño. Se sentía extrañamente bien cuando auscultaba la noche de la selva, cuando escuchaba y no veía, cuando sus pasos no eran más que la memoria de raíces salidas y agujeros centenarios.  Que sus ojos no sirviesen para nada era un aliciente más para adentrarse en aventuras que para él no eran, para recordar las mil historias contadas por su padre y compañía para asustar a sus hijos y que no se atreviesen a alejarse mucho, era un aliciente para así disfrutar de verdad la luz de la luna que dibujaba siluetas en el agua incansable del río vecino.
Se oyeron pasos en el agua, algunos murmullos que se acercaban. La corriente pareció estancarse. El agua yacía inmóvil y los ruidos de la selva callaron desconcertados, especantes. Se fue alumbrando un pasillo en el río y una procesión teñida de blanco, como flotando, apareció ante sus ojos.
Sus voces graves guiaban las antorchas, sus caras pálidas unían el misterio, su delicadeza, su silencio, su belleza, atrapaban al niño entre sus brazos. Inmóvil esperó, y esperó. Parecía que ya no se movían, que nada lo hacía. El tiempo parecía detenido en ese instante en el que el niño asustado, esperaba ver la manada de espíritus arrasar delante de él. Nada ocurría. Los murmullos habían cesado.  De pronto vio en su retina una gran mancha blanca y cuando recuperó algo de visión, un hombre corría detrás de él y el grupo de paseantes del río seguían, a lo lejos, el curso de la corriente recién nacida.  
Se quedó unos minutos más, intentando recordar esos minutos pasados.
Escondiendo los vasos, botellas y colillas, mareado como un demonio y vomitando en cada árbol descuidado, regresó a la única bombilla encendida del pueblo.
 Subió a su casa y en la terraza, jugó como siempre, con el cochecito de madera, a esquivar la mierda. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario