jueves, 8 de diciembre de 2011

Cuarto para las doce en París


Y a lo mejor no encontraré otro placer más grande que el sentarme con una copa de vino, muchos cigarros, un poco de risa auxiliada y una noche entera de libertad frente a una pantalla viendo y escuchando tu absoluta genialidad subiendo y bajando con graciosa humanidad sobre las líneas de tu historia. Pero una vez me pasó algo fantástico, algo que siempre recordaré con un cariño y amor especial, algo que estoy seguro tu también recordarás.
Mientras reía a carcajadas viendo aquella película tuya bajo los efectos de un toque de alcohol, me dejé llevar demasiado por el entusiasmo y al tocarme el pelo quedé totalmente espantado al notar que tenía pelo por toda mi cabeza, un pelo robusto y más corto, tenía de repente barba prominente y no medía ese metro sesenta, pero un metro noventa con el que soñaba todos los días de joven.
Empecé a hablar rápido y a atragantarme al querer explicarme a mí mismo que había pasado, pero no podía, busqué mis medicinas para la artritis y la ansiedad pero no pude encontrarlas en aquel pequeño cubículo de esa ciudad que ni me sonaba. Estaba inevitablemente atrapado en aquel cuerpo de joven veinteañero con aliento a tabaco y vino, con lo que en seguida me emborraché y no tenía ni siquiera el número de mi psicoanalista.
Tenía el cuerpo de otro. Aquello era aterrador, ¿Qué sería de mi vida, mi verdadera vida? ¿Qué le pasaría al verdadero dueño del cuerpo? ¿Volveríamos a nuestros estados normales? Me asomé por la ventana y vi un inmenso rayo de luz volando por la ciudad nocturna, pintando las gotitas de lluvia que caían. Estaba en París. Qué hermoso es París con lluvia, qué suerte tuve de no haber renacido en el cuerpo de algún tejano republicano o de algún mafioso ucraniano.
Me miré al espejo, me peiné como pensé que estaba a la moda en Europa (mucha gomina y el pelo muy pegado de las orejas, dejando siempre un hilo de respiración en el medio) y salí de la puerta con la que peleé hasta 15 veces hasta convencerla de cerrarse con llave. Y en ese momento apareció una joven que me besó apasionadamente y empezó a juguetear con mi pelo y a reírse de mi peinado que juraba era la cosa más espeluznante que había visto. 
-Si… lo siento es que se me estropeó el peine y tuve que plancharlo con la puerta del armario.
-¿No me digas? ¿No te apetece que entremos y me lo explicas mejor? -dijo tocándome el pelo y disfrutando de él casi tanto como había hecho yo pocos segundos antes.
-Disculpe señorita, verá es que tengo que irme…
-¿Señorita? Hahaha deja de fumar mi amor- dijo con cierto acento que no supe descifrar, pero juraría andaluz.
Y de repente caí que hablaba y pensaba en un perfecto español digno del mismísimo Buñuel.
-Claro amorcito, te estaba tomando el pelo, pero me tengo que ir.
Me escapé como pude de la muchacha que por lo visto nunca había sido rechazada por aquél muchacho. Caminaba haciendo eses y riéndome de lo que la suerte me deparaba en este viernes de enero parisino, en el que el frío helaba las patillas de las ratas del barrio judío. Estuve vagando hasta llegar a un cine donde proyectaban una película mía. Entré como total anónimo en la sala y me senté a lado de un señor gordo con sombrero de hongo y bastón de madera. Empezaron las primeras notas del principio de la canción y escuché como dijo:
-Pfff encore la même merde que d’habitude…
No pude estar más de acuerdo pero me limité a tocarle el pelo y a sonreírle rogándole una oportunidad para el artista. El hombre se lo tomó mal, se levantó y se cambió de sitio. Así transcurrió la película y sólo el honguito se levantó a los veinte minutos para irse dedicándome una mirada de satisfacción y una sonrisa ambigua.
Al salir de la sala paseé por unos canales en el doceavo “arrondissement” hasta sentarme al borde del agua cerca de un par de borrachos que no se percataron de mi presencia. Al cabo de un rato llegaron cuatro personas con un trombón, un clarinete, una trompeta y un contrabajo y empezaron a tocar un poco de jazz que se estrellaba como el cielo en esa noche. Me fui acercando y me senté a lado de una joven hermosa, de pelo marrón liso y de labios prominentemente apabullantes, ojos oscuros y altura apta para mi nuevo cuerpo.
-Son buenos ¿eh?
-Sí, muy buenos- me respondió forzando una sonrisa y mirando rápidamente al grupo.
- Yo toco el clarinete.
-Que bien, pídeles que seguro a la siguiente canción de dejan tocar.
-Uff no sé, no soy muy bueno sabes. Soy mejor hablando con chicas- le dije sonriendo.
-Eso tendrás que demostrarlo tocando el clarinete- me dijo ya más interesada en la conversación.
Hablamos de un par de banalidades hasta que le gritó a un tal Michel que me prestará su clarinete y éste con aire preocupado escupió un trozo de croissant, me miró y me lanzó el clarinete desafiándome.
Empezamos a tocar un jazz que desconocía pero pronto me sentí como pez en el agua, toqué y toqué hasta que me cedieron el solo en el que me afané como pocas veces, hasta quedarme casi sin aliento. Este chico fuma demasiado pensaba. Pero al ver la sonrisa que brillaba en la cara de la joven olvidaba eso y el hecho de que otra persona hubiese puesto su boca llena de croissant y regaliz en ese mismo lugar, minutos antes.
-Uau… eres bueno, muy bueno…
-No… soy del montón.
-¡No, de verdad eres muy bueno! ¿Nos tomamos algo?
-Oh, claro, claro, por supuesto, ¿donde quieres ir? Que yo no conozco esta zona de la cuidad.
-¿Y dónde vives?
-Ahí en frente.
Sonrío y nos fuimos dejando atrás a los músicos que siguieron tocando y al clarinetista un poco dolido por llevarme a su chica, y su clarinete.
Llegamos a un hermoso bar rojo y dorado, y nos sentamos a tomarnos algo. Ella pidió una cerveza y yo le dije que ya estaba borracho así que me decidí por un agua con gas.
-¿De dónde eres? - me preguntó.
-Puede que de España o puede que Francia. Hablo muy bien ambos idiomas.
-Yo soy de aquí de París, nací en el palacio de Versalles. Mi madre estaba de visita en la sala de parto del palacio y nací sin previo aviso. Hacía 100 años que nadie nacía allí.
-Eso es… eso es fabuloso. Vaya no tenía ni idea que hace veinte años estaba todavía activa la maternidad en algún palacio europeo. Fascinante, yo en cambio nací en Brooklyn, nada extravagante ¿sabe? sólo uno más de mi colegio.
-¿Brooklyn? ¿No eras de Francia o España?
-Si claro, Brooklyn es un pequeño pueblo cerca de Oviedo, de él se tomó el nombre para el famoso puente y todo eso, allí estamos todos muy orgullosos de nuestro nombre, ¡ah! y de nuestra fabada, todo sea dicho.
-Eres muy divertido… ¿Cómo te llamas por cierto?
-Mmmm yo, yo nunca doy mi nombre antes de la quinta cita, perdona. Mi madre me crío así… Sabes, éramos pobres y teníamos que cuidarnos de los estafadores, porque si nos quitaban cualquier cosa nos quedábamos sin nada.
-Bueno, habrá que esperar entonces- dijo sonriendo y terminando de enamorarme bajo esa luz tenue que resaltaba ese lunar sobre su ojo derecho.
Sabía que no era mi cuerpo, ni mi vida pero seguro le hacía un favor al propietario de este cuerpo. Yo sólo gozo del usufructo de estos nuevos veinte años, pero prefiero esta chica a la andaluza de antes.
Me encendí un cigarro casi por instinto, mi cuerpo me lo pedía, pero rápidamente expulse todo el humo en una tos que asustó a mi bella francesita.
-No fumo sabe, pero siempre quise parecerme un poquito a Humphrey Bogart y no he dejado de intentarlo desde que soy un niño. Incluso mi padre me compraba paquetes que yo tenía que esconder para que pensase que me los fumaba.
-Vaya… eso es…extraño.
-Sí, en los años cuarenta era distinto.
- Sí claro- dijo riéndose de mí.
Toda la noche tuvo ese tinte mágico que te regala París enamorado, paseamos por la pirámide del Louvre, por los Champs Elysées hasta llegar a la Tour Eiffel en donde nos sentamos a comer unas castañas asadas que nos calentaron por lo menos las manos. Le toqué un par de canciones con el clarinete de Michel, la pierna con mis manos y me invitó a su casa.
Era bonita, típica de una estudiante de arte, con posters por todos lados, libros de egipcios, de griegos, de columnas, hasta de cerrojos de la albañilería del siglo XIII. Abrió una botella de vino cualquiera y me puso, irónicamente un disco de New Orleans Jazz Band que me petrificó en el sofá.
-¿Te gusta? Me recordó un poco a lo que tocaste antes.
-Eh, sí claro, aunque los hay mejores a esto, sobre todo el clarinetista no me gusta mucho- dije atascándome con la lengua.
-¡Pero si es Woody Allen! Como cineasta me aburre, pero como clarinetista me enamora.
-Gracias, pero exageras.
Entre risas me agarró del cuello y me estampó una sonrisa indeleble en la cara. Y así, entre besos y melodías antiguas de jazz de Nueva Orleans pasamos la noche en vela y vimos amanecer, sobre el dulce aroma de los pains aux chocolat, la ciudad del amor.
Me despedí guardándome en el bolsillo su número de teléfono y bajé tambaleándome por las escaleras, esta vez de amor. El frío hacía que estas mejillas de alquiler se convirtiesen en pequeñas farolas rojas bajo los árboles deshojados de la “Avenue Foch”, y siguieron brillando hasta llegar a lo que probablemente era mi apartamento. Ahí me descalcé, subí la calefacción, me puse lo que podía ser un pijama o un esmoquin, y me dormí con mi francesita en la cabeza, esperando a la quinta cita para decirle mi nombre, y esperando a mañana para poder averiguarlo.

Bueno esta es la historia de cómo un día me dejé llevar demasiado por una película, y pasé, o creo haber pasado la mejor noche de mi vida o el mejor sueño de mi vida. Al día siguiente busqué en todos los pantalones y no encontré ningún número, mi ropa olía a vino y marcas de pintalabios invadían mi camisa blanca que estaba colgada sobre un clarinete, el primer clarinete que había jamás visto. Todo estaba revoloteado, y en el lavamanos una notita estaba cuidadosamente colocada bajo mi cepillo, ponía:
“Gracias, enjoy your life or I’ll do it for you.”

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