lunes, 29 de junio de 2015

Por un segundo creo que será inevitable, la explosión llegará y todo se irá a la mierda, como de costumbre. El relojero sigue ahí parado, moviendo un rosario con la mano derecha y en la izquierda, un cigarro en reposo. No vende ya relojes, ya no entra en la tienda sino a recomponerse del imponente calor. Siento el silbo al pasar a su lado, el silbo amenazante, fiel augurio de filos brillantes. La calle lo acompaña, la superioridad demostrada traza un hilo entre él y yo y perfila en sus retinas las putas que ya no se paga, las divinas curvas de la Paqui y de Rosa. Aquellas noches nacientes con un trago y el amor prestado, las caricias de quien solo quiere complacer, el olvido del juego idiota que yo sólo aguanto por ser idiota. Recuerda esas nalgas suaves que hacían cantar sus pantalones al desmoronarse en la alfombra, el negro platónico que eran sus ojos debajo de una de esas tantas. Recuerda los burdeles como los mejores momentos de su vida, cuando los relojes no eran sino una excusa, cuando el viento no quemaba las gargantas, cuando la menos puta era su mujer.
Nos encontramos como cada mañana y nos odiamos incesantemente, como cada mañana. Esa es nuestra relación, odio básico, odio como el de cualquiera, ni más ni menos. Yo no conocí a sus putas, pero no me hubiese importado. Seguramente podríamos hasta haber ido juntos, me podría haber enseñado los trucos que todo hombre debería saber y así yo, a mi vez, le enseñaría éstos a un joven odioso.
Pero la explosión en realidad no llegaba, él se limitó a verme pasar con su rosario en la mano y pensando en Rosa, y yo pensando la cantidad de polvos que no he echado y en las putas con las que no he ni hablado.
Algún día llegará, cuando del bolsillo saque una navaja ardiente y me desgarre la piel y los músculos. Porque así es el odio, al menos en mi calle.

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