Cierro la ventanita que
el frío aprieta, apago la luz y tiro la correspondencia, en la que un nombre
sobresalía y que llegó a la basura con
más ganas. No hay rencor que mitigue, ni por un segundo, la sensación de
haberle ganado parte de una batalla a la vida, el despropósito clandestino de
haber caído al infierno y haber conocido a Caronte sin ser Orfeo, siendo el
Aqueronte mi sangre pasada de vueltas, mi sangre amarga. Sienta bien poder
mirar a la cara a alguien y decirle lo detestable que me resulta, olvidarme por
fin del esnobismo revolucionario de algunos, la hipocresía burguesa que
adormece los gatitos en sus brazos y se los come en el chino mientras le
chorrea la salsa de bambú y se escuchan los maullidos de la sangre de horchata
que llevan por credo. Se me olvido el tuntún de esas decisiones estúpidas, la
rocambolesca idea de quererla más que a nadie, cómo abrazo hoy la vida de
zángano, de sanguijuela, de cebras pintadas donde sea, de conos de helado de
pistacho humeantes…
Pero también abrazo los
recuerdos del pasado, lo que me llevó a sentarme otra vez sólo hasta que el
culo duela, los paisajes y toda clase de verbenas del estilo que aún sin
devoción pero con cariño, sigue pegado en el corazón. Sueño a veces con algo de
eso, deseo tal vez de compañía, así como a veces sueño con mi país, sin muchas
ganas de volver a pisarlo.
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