Una senda entre dos encinas se abrió, solitaria, oscura
letanía de mis ojos hinchados. Yo buscaba huir del mundo y el mundo me
apalabraba una salida. Una mancha entre mis hombros me pellizcó el omoplato y
arreó mis piernas, un silbido lejano susurró unas palabras tiernas que
engrandecen tu leyenda.
El camino poseía todos tus tópicos y todas tus enseñanzas.
No hay camino sin ti, pensé.
Todos los postes parecían árboles centenarios, me dejaban
pasar con suavidad, con calma, con tus ojos y tu voz por bandera, acurrucándome
y arropándome, haciéndome la hallaca antes de caer rendido con tu voz de fondo
y tu pelo en mi mano. Como explicar el amor si no te han conocido.
La mente en standby, las piernas en piloto automático. Se
deshacían mil sonrisas con mi cara opaca. El vacío enorme e inexplicable que me
dejó tu partida. Tu marcha súbita, fúnebre, que abrió en mi corazón una brecha
entre dos encinas.
Huelo las flores que arrasan mis lágrimas perdidas. Perdidas
como perdido estoy yo, en este camino solitario y hundido. Ya no lloro porque
no puedo, no me sale el dolor ni el odio, como quizás no me salga nunca una
emoción fuerte. Quizás cuando te vea de nuevo sentada a mi lado con el sol por
sombrero, comeremos de nuevo queso azul y tendremos otra vez ese último instante de amor eterno,
infinito, junto a las plantas que siempre serán tu, mi compañía, única y perpetua. Ofidia me habló de ti enrollada en mi mano, tirándome besos como los
que yo te doy, todos los días y a todas horas. No puedo dejar de darte besos,
en la frente fría, en esas manos frías de mi vida, en esos ojos que ya no me
miran sino que me llenan el alma, mi arma. Como decías tu, que sin serlo
siempre serás la andaluza de mi corazón, mi único e imperdible amor, tu, Dani,
la única dueña de mi sangre, de mis lágrimas y de mi sudor.
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