viernes, 23 de diciembre de 2016

En la trinchera

En una trinchera, acosado por los remotos pasos que atestiguan que sigo vivo pero me queda poco, fumo un cigarro y lo disfruto como si fuera el último. Entre el humo y el frío pienso e intento repasar mi vida, mi legado tacaño porque soy joven, porque no pensaba morir tan pronto. Aunque tampoco tuve nunca la sensación de que fuese a vivir mucho.

Es raro, tenía a quinientos tipos que habían perdido a sus familiares y amigos a menos de un kilometro de distancia, nosotros no éramos más de veinte en esa trinchera y apenas teníamos munición. Sabíamos que no iban a tener piedad de nosotros y que la retirada era imposible. Teníamos un río crecido que nos cerraba el paso. El Capitán Holl se había pegado un tiro hacía diez minutos y nuestro mando más alto era un sargento, "Bebo" le decíamos, y ya nos había dicho de relajarnos y rezar.

A mi dentro de lo que cabe me daba igual. Es raro que te de igual morir. No sabía muy bien por qué pero así era. Sólo quería poner en orden y recapitular mi vida, darle un pequeño homenaje a la que lo había sido  los últimos veintiséis años. Parece más fácil hacerlo tan joven que con ochenta pero no creo que lo sea. Te cuesta encontrar algo que hayas hecho realmente, te cuesta saber si era esa chica de pelo oscuro y ojos grandes la que merecía ser la mujer de tu vida. Te costaba saber si la escueta estantería de tu habitación se mantendría en pie, si los pasos que anduviste camino al tren seguirían marcados el año que viene. Sabías que el viento borraría las lágrimas antes de la siguiente lluvia.

Me puse a pensar en ella y si realmente era esa mujer que al cerrar los ojos poblaría mi retina roja. Todo había acabado ya entre nosotros y de haber seguido viviendo cuarenta o cincuenta años más jamás entraría en la lista de las posibles candidatas a ser la mujer de mi vida. Pero dadas las terribles circunstancias en las que me veía, tenía que considerarla. Además siendo sinceros había pensado mucho en ella estos últimos días de agonía. La cuestión era saber quién era la mujer como ente mágico que había sido capaz de transportarme al más allá con el mero sonido de su ropa interior deslizándose por sus muslos y ocultando sus pies pudorosos. La idea de paradigma de la continuidad del ser humano, como objeto de guerras, de deseo y de febril excitación. La que había sido capaz de llevarme hasta Troya por recuperarla.  Me mataba la idea que fuese ella, con la que había compartido casi un año, con la que habíamos pasado seis meses de fabuloso frenesí y otros seis de auténtico infierno, la chica que me despertó soñando y me acunó llorando, la que no tuvo la valentía de quedarse a mi lado cuando la guerra llamaba a mi puerta, fuese mi Helena, mi Beatrice.
¿Pero qué sentido tiene buscar quien fue con veintiséis años? Seguramente ninguna lo había sido. Pero poco más podía tener de debatible en mi vida, a mi familia la quise sin condición alguna, mis amigos, mis perros, mis escasos estudios, mi coche, mi traje, mi trabajo o mi bosque favorito. Todo era único, todo era un paseo triunfal en mi memoria y llevaba pensando en ellos desde que me puse las botas y cargué el fusil en mi hombro el primer día en que perdí mi humanidad en esta lluvia de casquillos. Ahora quería saber quién sería a la que al cerrar los ojos le dedicaría mi última erección.

Ya casi había descartado a la de pelo oscuro, es verdad que había sido la última y que había pasado con ella momentos increíbles, pero sus energías me habían hecho daño, sus uñas se habían clavado en mi con descaro y yo siempre odié el descaro. Parecía que mi dolor la ayudaba a sentirse peor y eso la incitaba a más.

Mi cigarrillo empezaba a apagarse por la humedad, pensé que si éste duraba un poco más quizás no se darían cuenta hasta dentro de un rato que no éramos sino veinte chavales rezando y esperando que todos los cuentos chinos fuesen ciertos.

La primera vez que descubrí que la gente se te podía entregar en un maravilloso acto de confianza y sin pudor alguno fue cuando apenas tenía juicio, saliendo de mi infancia e iniciándome con pasos temblorosos en la adultez. Fueron situaciones nuevas, olores y sabores desconocidos, movimientos torpes que fueron creando mis habilidades y mis manías. Ella era una preciosura, sencilla, despreocupada, feliz como no he conocido a nadie y eso me hizo feliz. Y la felicidad siempre me aburrió. Pronto nos dieron las doce y las campanas no sonaron. Huimos de nosotros mismos con mayor o menor suerte. No podía ser ella, no. No me acordaba de su olor, no me acordaba de sus lunares ni del sabor de su boca al despertarse de madrugada buscando la mía.

Conocí muchas curvas después de ella que llenaron noches enteras sudando y babeando sabanas desconocidas, entregándome sus cuerpos únicos mientras yo e preocupaba de que calentasen sus cuerdas vocales. Pocas me duraron más allá del amanecer y con pocas caminé por ciudades alumbradas o me recosté a ver las estrellas mientras empezábamos a follar. Pocas me venían a la cabeza al menos. 


Mi cigarrillo consumido vaciaba su cuerpo sobre el suelo enfangado, se me acababan las ideas y me invadía el nerviosismo de no haber hecho nada en mi vida. Y todavía me ponía a pensar en mujeres. A decir verdad siempre había pensado más en mujeres que en cualquier otra cosa. Siempre quise ser viejo para perder mi lívido, dedicar mi tiempo a algo más individualista, a algo que no estuviese ligado con alguien, olvidarme de la sangre que cae hasta mi polla. Pero ya eso no iba a pasar y no pasaba nada. Pero decidí olvidarla a ella y a todas. En verdad me invadió la rabia. Me dio la impresión que el problema no era mío, que ya no existía el amor, que éste se había perdido en la masa de encefalogramas planos que poblaban las naciones desarrolladas. Me daba la impresión que ya no había lugar para el heroísmo en el amor entre tanta pantomima y heroína. Casi prefería morir pensándolo bien. ¿Quién se va a arriesgar por mi? ¿por él? ¿Por Bebo? No éramos más que jóvenes de clase media baja, carne de cañón, monigotes en salas de tiro. ¿Quién podía perder la cabeza por nosotros? No somos más que las semillas que quedarán en la tierra abandonada, no somos más que la ceniza que cae de nuestros cigarrillos casi extintos. El amor nos ha sido prohibido, la vida nos ha sido confiscada y con ella las balas que ya pitaban en nuestros oídos y que nos recordaban que éramos demasiado jóvenes para testamentos.  

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