sábado, 31 de diciembre de 2011

La vida de Aman Ray


Aman Ray recogió su vieja gabardina y se dirigió hasta la puerta con aire resuelto y el pelo desbocado. Se apoyó al recuadro, miró lentamente hacia atrás y replicó firmemente:
-Los cabrones como tu mueren en cunetas y enterrados en maleteros.
Y de un portazo se despidió de él y de mi.
Aman Ray no llegó a la salida y fue asesinado y enterrado en un maletero adelantándose a su profecía. Y aquí llegamos a nuestra historia,  la persona que asesinó a Aman Ray era Coco Chanel, eso es señores, porque antes de dedicarse a la moda era la matona de un tal Al Papino y además soñaba con hacerle cosquillas y con una casita pequeña en la bahía de Guantánamo. 
Esta faceta de su vida nunca fue tratada, ni en películas, ni en biografías, ni en la boca de mendigos. Su paso por los bajos fondos fue muy efímero pero las palomas parisinas volaban espantadas al verla pasar con un revolver bajo sus sombreros (siempre llevaba 3, decía que así se protegería mejor si en una mudanza algún piano de cola caía sin piedad hacia ella).
Pero no deberíamos hablar tanto de Coco Chanel, porque de nuevo no va a ser ella la que marque estos minutos de su no tan valioso tiempo. De hecho no sé porque empecé a hablar de Coco, será por nostalgias de mi país, “x”, volviendo a Aman Ray y a su atropellada vida.
Nació en un Día Lluvioso pequeña localidad de la preciosa y desconocida (por lo menos para mí) ciudad de Seattle. Vivía en una casita a 30 minutos de la cuidad que poseía lo que todo psicópata nórdico deseaba, tejas rojas y radiantes, chimenea de piedra, ventanas con móviles extravagantes, pluralidad de cerámicas en todo el interior de la casa, jardines dignos de Louis XIV,  y 19 enanitos esparcidos por éste que atormentaron su niñez y parte de su adolescencia. En su niñez sentía fobia hacia estos bichitos malignos que parecían tomar vida por las noches, pero ya en su adolescencia se enamoró locamente de uno de ellos que hacía llamar Bernarda en honor a su autor favorito inglés.
Sus padres lo educaron bajo la más estricta negligencia y a la edad de 18 años lo mandaron a un internado en una pequeña localidad danesa en la que fabricaban las mejores galletas de mantequilla que Aman había probado jamás (más adelante, en unas vacaciones en Hungría probaría unas mejores, cocinadas por una polaca llamada Sra. Wusciclaw). El joven Ray pasó unos años de gran soledad y amargura lejos de Bernarda y empezó a coquetear con otros chicos del internado, lo que le valió soberanas reprimendas de la cocinera del lugar que era abiertamente homófoba y poseía un dominio increíble del rodillo austríaco también llamado “aurrrstriaaaaaaco rrrrrrodillooooo” por alemanes con graves discapacidades de habla.
El caso es que una vez graduado a los 26 años, decidió volver a Seattle y dedicarse a su verdadera vocación, escribir. El año siguiente terminó de escribir su primera novela la cual tildaron de “gran basura navideña”, “peor que un guantazo dormido” y “de la octava maravilla mundial” por un grupo de intelectuales parisinos que dos años después se suicidaron todos en grupo en lo que fue sin duda alguna su obra maestra.  Desolado por tan fría acogida de su novela decidió dedicarse a su segunda gran pasión y a su tercera, por si la anterior fracasaba. El cine y las mujeres, ya que en un viaje a España, Lorca le dio su primer beso y éste dice haber vomitado las patatas al alioli de aquél bar y se declaró pese a él, heterosexual. Tras enviarle una grosera felicitación navideña a su antigua cocinera irlandesa, empezó a escribir su primer guión cinematográfico que fue recibido con gran entusiasmo por los críticos de cine porno de los años 30 y posteriores. Una vez rodado “Los pecados de los pequeños enanitos de jardín y Bernarda” su vida se colapsó de cartas de aficionados y detractores de la entonces industria adulta. Ganó algo de dinero con el que financió su segunda película, “Una princesa en Nueva York” que además de horriblemente aburrida, no tenía ningún desnudo significativo. Perdió el dinero y el cariño de sus fans y se fue a vivir de nuevo con sus padres que después de ver su primera película habían quemado y enterrado (en una emotiva ceremonia en la que se reunieron todos los habitantes de Día Lluvioso) a sus enanitos de jardín. Al llegar y ver el panorama de su antigua morada entró en una gran depresión que solo pudo superar, años después, al conocer a Lupina, una inmigrante boliviana que no hablaba ni papa de inglés y que asentía a sus acotaciones con una dulzura y cariño nunca vistos por Aman. Ahí empezó su tercera vocación, las mujeres.
Una vez Lupina aprendió a hablar inglés, se marchó con el padre de Aman dejando a éste de nuevo deprimido y a su madre religiosamente contenta. Ésta empezó a frecuentar bares de mala muerte y a llevarse a casa a los capos de las mafias más sangrientas de Seattle. Uno de ellos había matado una golondrina con un palo caído y no lloró hasta 4 horas más tarde, cuando el espíritu de esta se le apareció mientras pasaba el rato en el baño. Así Aman tuvo sus primeros contactos, a la edad de 33 años, con el crimen organizado y el tráfico de estatuillas de indios amazónicos. Pero de momento siguió buscando y buscando la mujer que colmaría su vacío y quisiese casarse con él pese a todo. En vez de ello conoció a Billy Ramm, un ex golfista amateur que fue expulsado de su club de golf al cavar una fosa en el hoyo 15 y construir 4 chalets adosados que luego vendió por doscientos mil dólares a los abuelos de Donald Trump.
Éste fue una gran fuente de inspiración para Aman, cada vez que recaía en su depresión éste lo animaba con su pronunciación incorrecta de eructo, que decía molusco. Salían todos los días por los bares de la ciudad hasta que decidieron irse juntos a Nueva York y empezar una nueva vida vendiendo perros calientes en frente de un puesto de perros calientes en Central Park. Al ser apaleados por una banda persa de venta al por menor de salchichas, empezaron a trabajar en el Yankee Stadium vendiendo casquería diversa, desde patas, callos, morros, orejas, etc… El negocio iba mal, dos tejanos les abrieron la cabeza al rehusarse estos a devolverles el dinero por unas patitas de cordero poco hechas. Pero fue ahí donde conoció a Beatriz. Esta joven aristócrata Española vivía desde hacía 2 años en Nueva York y se enamoró del morro al ajillo que preparaba Aman todos los días. Empezó a ir a todos los partidos de los Yankees pese a su gran odio por este deporte al que tachaba de sopífero, machista y para gordos escupidores. Aman confesó más adelante en su biografía nunca publicada (por falta de biógrafo) que esa fue una de las razones por las que se enamoró de ella, además de parecer un torero con vestido (uno de sus sueños homosexuales).  Así empezó su relación. Ya nada podía frenar el desenfreno amoroso que vivían estos dos, hacían el amor a todas horas y en todas partes. Ella lo obligaba a desvestirse y ponerse dos limones en el lugar de los pezones y un pomelo cubriéndole el pene. Esto a él le irritaba mucho, pero aún así no se atrevía a contradecir a una española. Una vez lo hizo y a partir de ahí todo el mundo lo empezó a llamar cabeza de paellera. Así pasaron su 36 y 37 cumpleaños hasta que un día Bobby lo encontró atado a la caldera de gas y se lo llevó en un barco a España.
Allí se fueron directamente a Madrid en donde la casquería era casi una religión. Empezaron ambos la escuela superior de cocina madrileña en donde se hicieron grandes amigos de su profesor, Paco Bogavant Gracia Ferró. Este catalán había viajado por todo el mundo hasta que en el Tíbet halló la mejor manera de hacer los callos a la madrileña. 10 gramos más de tomillo. Al volver a Madrid inauguró su propio restaurant en la calle Quevedo y en seguida revolucionó este tipo de comida. Al conocer a estos se vio rápidamente identificado por la cicatriz de paellera y supo que Beatriz había apaleado a Aman. Les enseñó todo lo que sabía y 3 años más tarde los dos amigos volvieron a Seattle y montaron, con la ayuda de algunos amantes de la anciana madre (que aún causaba furor en la ciudad), un precioso restaurant Español que llamarón “Beatriz Zorra” pero que por la presión política tuvieron que llamar “Beatriz Animal de Compañía”. Les fue bien y saldaron sus deudas con la mafia y vivieron juntos en un gran apartamento hasta que Bobby se casó con una neoyorkina a la que Aman odiaba. Se tuvo que ir del apartamento y de nuevo con el dinero de la mafia se compró una palacete de 1 millón de dólares. A los 2 años la mafia le pisaba los talones y con 53 años su única salida fue ingresar en el mundo del hampa.
Aquí llegamos al último capítulo de la vida de Aman Ray, un capítulo que se diluyó en los últimos 10 años de su vida, a lo mejor los más estresantes e interesantes en la vida de este hombrecito de bigote fino y cara de paellera. Se reunían todos los días en el cabaret de Al Papino o como lo llamaba su hija, Al Papito. Ahí se encontraban todas las estrellas del submundo, desde Jacqueline Fierro, mujer de diversos hombres con una habilidad increíble para fumar con boquillas infinitas y por las orejas hasta Johnny “el cuchara”, llamado así por la forma en que comía el yogur  con la cuchara al revés. Estaba el joven Peter Peterssen, el inmigrante noruego más duro de la ciudad, podía partir nueces con sus orificios nasales, el gran “Chapusclo” que sobresalía por ser el único en haberse leído Mark Twain traducido al alemán antiguo y por supuesto Casimiro Legrand que dominaba todos los puestos de churro de la ciudad. Se sentaban siempre en la misma mesa encabezada por Al Papino y escuchaban gran variedad de músicos de Jazz que traían especialmente de Nueva Orleans, Chicago y Nueva York con promesas de la mejor pasta al pesto, aunque solo les daban una buena bolognesa. Fumaban todos bajo las lamparitas anaranjadas que flotaban desde el techo y que alumbraban las copas y las cartas de los ahí presentes pero obscureciendo sus caras, lo que creaba gran confusión al no saber quien hablaba. Al Papino tuvo que establecer como regla que todos debían agacharse al momento de hablar y esto ocasionó más de un golpe entre cabezas. Salían tarde y completamente borrachos y se dirigían con 3 o 4 mujeres hasta sus casitas con jardín de bromelias.
Aman se sentía bien, tenía poder, chicas y una pistolita de aire comprimido que una vez espanto a un perro grosero cerca de la licorería del tío Jam. Poco a poco, robo tras robo, extorsión tras extorsión, fue pagando su deuda ante la organización y fue ganando galones atropelladamente. El jefe lo quería como a un hijo pese a que su madre llevase un par de años muerta y no dudaba en recomendarlo para las misiones más sencillas y siempre le daba algún caramelo si la misión llegaba a buen fin. Esto suplía los muchos años de negligencia que había vivido de pequeño y volaba en un mar de felicidad cada vez que Al metía su mano en el bolsillo, aunque fuese para sacarse un cigarrillo o las llaves. El tiempo fue pasando y Aman se convirtió en la mano derecha del gran capo de Seattle, todos lo respetaban y temían, caminaba por el medio de las aceras y la gente se retorcía de miedo al verlo. Tenía a las mujeres que deseaba, el dinero que deseaba, el poder que deseaba. Pero llegó el buen día en que Al Papino, enfermo y en sus últimos días, le delegó el poder en una reunión con los capos de las otras mafias. Todos lo felicitaron, en su grupo se quitaron el  sombrero al verlo, Coco se quitó los tres que llevaba.  Se sentó presidiendo por primera vez. La silla se rompió dejándolo caer ante las carcajadas de todos. Su furia fue enorme, cogió a Peterssen y le apuntó con la pistolita en el ojo y gritó “¿Quién ríe ahora noruego cabrón?”. No sentó muy bien en el grupo y Peterssen lo denunció a las autoridades laborales alegando discriminación por razón de origen.
A la siguiente cumbre entre capos logró negociar a su favor el monopolio de restaurantes indios de la ciudad (eran sólo 2 y en uno hacían el pollo al curry con demasiadas uvas pasas entonces no iba nadie), en vez de la droga, la prostitución y los contactos políticos. Al llegar de nuevo a su restaurant con la gran noticia y con una sonrisa enorme en la cara fue convocado de inmediato a casa de Al Papino. Tenía ya 64 años. Tumbado en la cama tuvieron ésta conversación:
-Aman, ¿te quedaste con los restaurantes indios?
-Si jefe, me costó pero al final me los dejaron a dos mil dólares, una ganga.
-Aman, eres un estúpido-dijo débilmente.
-Pero Al ¡esto será una bomba en algunos años, todo el mundo querrá ser dueño de uno, querrá comer en uno, habrá una gran población india en el mundo.
-Eres muy, muy estúpido.
-Ya verás que ganaremos a largo plazo, las drogas no tienen futuro, las mujeres están muy vistas y lo hacen gratis, además acabaremos en una sociedad autorregulada por el pueblo, a los políticos le quedan dos primaveras ¡¿para qué sobornarlos!?
-De verdad, piénsalo, eres demasiado estúpido. Tardaremos años en recuperar la supremacía entre las bandas y ¡tú te vas a atragantar con arroz al curry! He decidido nombrar a Peterssen mi sucesor y así además nos quita la denuncia. Estas fuera Aman y ten mucho cuidado que Peter te tiene ganas.  
-Lo mataré, siempre quise matarlo, y a ti también te mataré Al.
-Anda vete y no digas tonterías, que por lo que yo sé estas más muerto tu que yo. 
- Los cabrones como tu mueren en cunetas y enterrados en maleteros.
Y estas fueron las ya famosas últimas palabras de Aman Ray, aunque Coco dice haber oído algo así como “Bernarda… pronto estaremos juntos…” cuando yacía en el suelo esperando las balas finales. Y así acaba la triste historia de un hombre que nunca encontró una mujer que supliese la belleza de la barba de su enanito de jardín, la suavidad de su cerámica, las curvas de sus pantalones anchos. 

lunes, 12 de diciembre de 2011

Razones


La vida es una larga y angustiosa nota de suicidio que a veces se ejecuta, otras veces no. Escribimos nuestros males en este papel reseco,  los guardamos en pequeños cajones junto a millones de sueños y dolores y lo cerramos con una minúscula llave de azúcar y puerro que deslizamos por el bajante de nuestra conciencia y escondemos del alma para no llorar ante cada reflejo de nuestra inusitada existencia. Todas nuestras sutilezas vagan por el roble del cajón sin dejarnos ver su color marrón, nuestras mentiras,  las historias, la envidia, la melancolía, los miedos, la incertidumbre, el futuro y el pasado, los amores, las obligaciones, los tatuajes indelebles, la muerte, la soledad rocosa que embobados aceptamos, las lágrimas, las miradas verdaderas, los estereotipos, los pezones y culos y penes y coños y pelos que sobresalen de las camisas arrugadas y molestan al pronunciarlos.
Somos esos exámenes a los que no vamos, los que confirman nuestra estupidez y los que sin quererlo la desmienten, los besos que nos hacen adúlteros, los que siendo románticos no son menos inconsistentes que un cuento yankee o que los poros de una adolescente. Nuestra moral que llora a cada paso y que es nuestra inconsciencia barriendo la dignidad de estar vivos, de respirar profundamente, de bailar al ritmo de tres tambores y sudar como un perro en una orgía que bien podría ser la más hermosa de las misas.
Somos los granitos de piel que quedaron tras un accidente, desgarrados entre el parachoques y el cielo, los gritos de madres con velo que tiemblan al sentir a los dioses  bajando en busca de un alma, el terrible sonido de dos ojos que se cierran y dejan caer la maravillosa muestra de vida en forma de bellota cristalina, la tierra húmeda, la seca que sacudimos tras embarrarnos junto a ella, la falta de aire, la falta de amor, de vida, de un guía allá arriba, de sexo, de gritos apasionados en un bar gay, en un bar hetero, en mi casa que no es mía, en la vida bajo un puente, en las miradas esquivas en las esquinas de los países de mierda, en los perros retrasados que tanto quiero, en las ganas de vivir que a veces nos faltan, en todo lo que me cago, abrazándolo todo en una única y resplandeciente verdad, estamos vivos y no lo sabemos, y no queremos saberlo.
                   

jueves, 8 de diciembre de 2011

Cuarto para las doce en París


Y a lo mejor no encontraré otro placer más grande que el sentarme con una copa de vino, muchos cigarros, un poco de risa auxiliada y una noche entera de libertad frente a una pantalla viendo y escuchando tu absoluta genialidad subiendo y bajando con graciosa humanidad sobre las líneas de tu historia. Pero una vez me pasó algo fantástico, algo que siempre recordaré con un cariño y amor especial, algo que estoy seguro tu también recordarás.
Mientras reía a carcajadas viendo aquella película tuya bajo los efectos de un toque de alcohol, me dejé llevar demasiado por el entusiasmo y al tocarme el pelo quedé totalmente espantado al notar que tenía pelo por toda mi cabeza, un pelo robusto y más corto, tenía de repente barba prominente y no medía ese metro sesenta, pero un metro noventa con el que soñaba todos los días de joven.
Empecé a hablar rápido y a atragantarme al querer explicarme a mí mismo que había pasado, pero no podía, busqué mis medicinas para la artritis y la ansiedad pero no pude encontrarlas en aquel pequeño cubículo de esa ciudad que ni me sonaba. Estaba inevitablemente atrapado en aquel cuerpo de joven veinteañero con aliento a tabaco y vino, con lo que en seguida me emborraché y no tenía ni siquiera el número de mi psicoanalista.
Tenía el cuerpo de otro. Aquello era aterrador, ¿Qué sería de mi vida, mi verdadera vida? ¿Qué le pasaría al verdadero dueño del cuerpo? ¿Volveríamos a nuestros estados normales? Me asomé por la ventana y vi un inmenso rayo de luz volando por la ciudad nocturna, pintando las gotitas de lluvia que caían. Estaba en París. Qué hermoso es París con lluvia, qué suerte tuve de no haber renacido en el cuerpo de algún tejano republicano o de algún mafioso ucraniano.
Me miré al espejo, me peiné como pensé que estaba a la moda en Europa (mucha gomina y el pelo muy pegado de las orejas, dejando siempre un hilo de respiración en el medio) y salí de la puerta con la que peleé hasta 15 veces hasta convencerla de cerrarse con llave. Y en ese momento apareció una joven que me besó apasionadamente y empezó a juguetear con mi pelo y a reírse de mi peinado que juraba era la cosa más espeluznante que había visto. 
-Si… lo siento es que se me estropeó el peine y tuve que plancharlo con la puerta del armario.
-¿No me digas? ¿No te apetece que entremos y me lo explicas mejor? -dijo tocándome el pelo y disfrutando de él casi tanto como había hecho yo pocos segundos antes.
-Disculpe señorita, verá es que tengo que irme…
-¿Señorita? Hahaha deja de fumar mi amor- dijo con cierto acento que no supe descifrar, pero juraría andaluz.
Y de repente caí que hablaba y pensaba en un perfecto español digno del mismísimo Buñuel.
-Claro amorcito, te estaba tomando el pelo, pero me tengo que ir.
Me escapé como pude de la muchacha que por lo visto nunca había sido rechazada por aquél muchacho. Caminaba haciendo eses y riéndome de lo que la suerte me deparaba en este viernes de enero parisino, en el que el frío helaba las patillas de las ratas del barrio judío. Estuve vagando hasta llegar a un cine donde proyectaban una película mía. Entré como total anónimo en la sala y me senté a lado de un señor gordo con sombrero de hongo y bastón de madera. Empezaron las primeras notas del principio de la canción y escuché como dijo:
-Pfff encore la même merde que d’habitude…
No pude estar más de acuerdo pero me limité a tocarle el pelo y a sonreírle rogándole una oportunidad para el artista. El hombre se lo tomó mal, se levantó y se cambió de sitio. Así transcurrió la película y sólo el honguito se levantó a los veinte minutos para irse dedicándome una mirada de satisfacción y una sonrisa ambigua.
Al salir de la sala paseé por unos canales en el doceavo “arrondissement” hasta sentarme al borde del agua cerca de un par de borrachos que no se percataron de mi presencia. Al cabo de un rato llegaron cuatro personas con un trombón, un clarinete, una trompeta y un contrabajo y empezaron a tocar un poco de jazz que se estrellaba como el cielo en esa noche. Me fui acercando y me senté a lado de una joven hermosa, de pelo marrón liso y de labios prominentemente apabullantes, ojos oscuros y altura apta para mi nuevo cuerpo.
-Son buenos ¿eh?
-Sí, muy buenos- me respondió forzando una sonrisa y mirando rápidamente al grupo.
- Yo toco el clarinete.
-Que bien, pídeles que seguro a la siguiente canción de dejan tocar.
-Uff no sé, no soy muy bueno sabes. Soy mejor hablando con chicas- le dije sonriendo.
-Eso tendrás que demostrarlo tocando el clarinete- me dijo ya más interesada en la conversación.
Hablamos de un par de banalidades hasta que le gritó a un tal Michel que me prestará su clarinete y éste con aire preocupado escupió un trozo de croissant, me miró y me lanzó el clarinete desafiándome.
Empezamos a tocar un jazz que desconocía pero pronto me sentí como pez en el agua, toqué y toqué hasta que me cedieron el solo en el que me afané como pocas veces, hasta quedarme casi sin aliento. Este chico fuma demasiado pensaba. Pero al ver la sonrisa que brillaba en la cara de la joven olvidaba eso y el hecho de que otra persona hubiese puesto su boca llena de croissant y regaliz en ese mismo lugar, minutos antes.
-Uau… eres bueno, muy bueno…
-No… soy del montón.
-¡No, de verdad eres muy bueno! ¿Nos tomamos algo?
-Oh, claro, claro, por supuesto, ¿donde quieres ir? Que yo no conozco esta zona de la cuidad.
-¿Y dónde vives?
-Ahí en frente.
Sonrío y nos fuimos dejando atrás a los músicos que siguieron tocando y al clarinetista un poco dolido por llevarme a su chica, y su clarinete.
Llegamos a un hermoso bar rojo y dorado, y nos sentamos a tomarnos algo. Ella pidió una cerveza y yo le dije que ya estaba borracho así que me decidí por un agua con gas.
-¿De dónde eres? - me preguntó.
-Puede que de España o puede que Francia. Hablo muy bien ambos idiomas.
-Yo soy de aquí de París, nací en el palacio de Versalles. Mi madre estaba de visita en la sala de parto del palacio y nací sin previo aviso. Hacía 100 años que nadie nacía allí.
-Eso es… eso es fabuloso. Vaya no tenía ni idea que hace veinte años estaba todavía activa la maternidad en algún palacio europeo. Fascinante, yo en cambio nací en Brooklyn, nada extravagante ¿sabe? sólo uno más de mi colegio.
-¿Brooklyn? ¿No eras de Francia o España?
-Si claro, Brooklyn es un pequeño pueblo cerca de Oviedo, de él se tomó el nombre para el famoso puente y todo eso, allí estamos todos muy orgullosos de nuestro nombre, ¡ah! y de nuestra fabada, todo sea dicho.
-Eres muy divertido… ¿Cómo te llamas por cierto?
-Mmmm yo, yo nunca doy mi nombre antes de la quinta cita, perdona. Mi madre me crío así… Sabes, éramos pobres y teníamos que cuidarnos de los estafadores, porque si nos quitaban cualquier cosa nos quedábamos sin nada.
-Bueno, habrá que esperar entonces- dijo sonriendo y terminando de enamorarme bajo esa luz tenue que resaltaba ese lunar sobre su ojo derecho.
Sabía que no era mi cuerpo, ni mi vida pero seguro le hacía un favor al propietario de este cuerpo. Yo sólo gozo del usufructo de estos nuevos veinte años, pero prefiero esta chica a la andaluza de antes.
Me encendí un cigarro casi por instinto, mi cuerpo me lo pedía, pero rápidamente expulse todo el humo en una tos que asustó a mi bella francesita.
-No fumo sabe, pero siempre quise parecerme un poquito a Humphrey Bogart y no he dejado de intentarlo desde que soy un niño. Incluso mi padre me compraba paquetes que yo tenía que esconder para que pensase que me los fumaba.
-Vaya… eso es…extraño.
-Sí, en los años cuarenta era distinto.
- Sí claro- dijo riéndose de mí.
Toda la noche tuvo ese tinte mágico que te regala París enamorado, paseamos por la pirámide del Louvre, por los Champs Elysées hasta llegar a la Tour Eiffel en donde nos sentamos a comer unas castañas asadas que nos calentaron por lo menos las manos. Le toqué un par de canciones con el clarinete de Michel, la pierna con mis manos y me invitó a su casa.
Era bonita, típica de una estudiante de arte, con posters por todos lados, libros de egipcios, de griegos, de columnas, hasta de cerrojos de la albañilería del siglo XIII. Abrió una botella de vino cualquiera y me puso, irónicamente un disco de New Orleans Jazz Band que me petrificó en el sofá.
-¿Te gusta? Me recordó un poco a lo que tocaste antes.
-Eh, sí claro, aunque los hay mejores a esto, sobre todo el clarinetista no me gusta mucho- dije atascándome con la lengua.
-¡Pero si es Woody Allen! Como cineasta me aburre, pero como clarinetista me enamora.
-Gracias, pero exageras.
Entre risas me agarró del cuello y me estampó una sonrisa indeleble en la cara. Y así, entre besos y melodías antiguas de jazz de Nueva Orleans pasamos la noche en vela y vimos amanecer, sobre el dulce aroma de los pains aux chocolat, la ciudad del amor.
Me despedí guardándome en el bolsillo su número de teléfono y bajé tambaleándome por las escaleras, esta vez de amor. El frío hacía que estas mejillas de alquiler se convirtiesen en pequeñas farolas rojas bajo los árboles deshojados de la “Avenue Foch”, y siguieron brillando hasta llegar a lo que probablemente era mi apartamento. Ahí me descalcé, subí la calefacción, me puse lo que podía ser un pijama o un esmoquin, y me dormí con mi francesita en la cabeza, esperando a la quinta cita para decirle mi nombre, y esperando a mañana para poder averiguarlo.

Bueno esta es la historia de cómo un día me dejé llevar demasiado por una película, y pasé, o creo haber pasado la mejor noche de mi vida o el mejor sueño de mi vida. Al día siguiente busqué en todos los pantalones y no encontré ningún número, mi ropa olía a vino y marcas de pintalabios invadían mi camisa blanca que estaba colgada sobre un clarinete, el primer clarinete que había jamás visto. Todo estaba revoloteado, y en el lavamanos una notita estaba cuidadosamente colocada bajo mi cepillo, ponía:
“Gracias, enjoy your life or I’ll do it for you.”