viernes, 30 de septiembre de 2011

Resuena como tambor agridulce la rutinaria agua del rio. Adormece el atardecer que anaranjado colorea las gigantes espigas que esconden en su sequedad, en su alargada y descompuesta figura, el amarillo secreto de estos valles. El agua tranquiliza las piedras como tus dedos al piano y a las plantas con esa voz de alma hinchada. Pinta la figura que echada piso y acaricio, veo y enamorado siento como el aletargado cielo huye y colma otros atardeceres olvidándose de nosotros. La tierra seca las rocas que albergaron exquisitos pintores, el alba retrocede unos segundos regalando a dos enamorados la belleza de sentir ese momento de besos entre cigarros. El sentir de ese aliento caliente que te hace transpirar por los labios las palabras que del cielo o mar se traslucen. Una historia en donde el mar fue tierra y donde la ilusión engañó a la intuición. El niño creyó navegar por altas olas, y colmar, en el pico de la montaña, con su barco, altamar. Yo quise creer porque de sus ojos pareció salir la renacida adolescencia de mis amores. No puedo apaciguar las lenguas secas que brillan al pasar. Veo a lo lejos dos ancianos divagar, con la cámara delante siento en mi mano un pincel, que torcido pinta y pinta, y ya nadie mira, todos parecen disimular. Me siento y paseo mi mano sobre una hoja que ha de engendrar mi hijo prematuro, mi hijo sin maquillar.

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